martes, 9 de agosto de 2011

AFINIDADES ELECTIVAS



"Pero si vacas y caballos tuviesen manos y fuesen capaces de pintar con ellas y componer cuadros como los hombres, los caballos darían a los dioses formas de caballos, y las vacas, de vacas, prestándoles justo aquellas figuras que encontrarían en sí mismos".
                                               JENOFANES, B 15.

                "El ladrón juzga todo según su condición".
                                               Proverbio oriental

                La presente historia sucedió en Buenos Aires, promediando los años noventa e involucra varios nombres, de los cuales solo cuatro son importantes, no porque las personas que los llevaban lo fueran en el sentido que hoy se da a tal adjetivo, sino porque es relevante el papel que desempeñarán en mi relato.
                Comenzaré con Claudio, un hombre joven, relativamente capacitado, no por completo honesto pero sí emprendedor. Había ingresado en la organización gremial empresaria donde todos los implicados trabajaban siete años antes y estaba analizando la posibilidad de abandonar su puesto de encargado de cuentas, ante un ofrecimiento que recibiera de parte de una empresa asociada a aquella entidad.
                Dos de los personajes, Agustín y Walter, eran padre e hijo y obraban casi de acuerdo en todos sus actos, menos en aquellos estrictamente familiares, lo cual significaba que el hijo vivía chantajeando al padre. Eso, sin embargo, no implicaba que la relación no fuera íntima, porque un chantaje tiene siempre un cierto grado de intimidad como ingrediente, tanto para quien lo practica, cuanto para el que lo sufre.
                Agustín era una persona de carácter bastante contradictorio, si por tal contradicción ha de entenderse el ser, al mismo tiempo y en buena medida, apegado a su trabajo y deshonesto.
                Walter, en cambio, resultaba más coherente, pues no era ni laborioso ni capaz y menos aún honesto, razones por las cuales permanecía, pese a sus treinta y cinco años de edad, bajo la forzada protección de un progenitor a quien, tanto más detestaba, cuanto más dependía de él.
                Queda por definir a Ricardo, el último miembro del cuarteto. Él era, no solo el más honesto, sino también el más capaz del grupo y, en consecuencia, el más explotado, porque siempre estaba dispuesto a resolver los pocos y muy definidos problemas que presentaba el tipo de trabajo que todos debían desempeñar.
                Más allá de estas diferencias circunstanciales, todos llegaron a ser, en los hechos, cómplices porque, sin la presencia de cierta complicidad, algunas cosas que suceden a menudo no podrían suceder.
                Mi versión de lo que sucedió con esas personas proviene de las conversaciones que mantuve con Ricardo y la estimo como la más confiable, tanto por su origen, cuanto por ser el único relato completo y coherente que recogí, pues, de los otros tres personajes, cuando alguna vez pregunté qué era lo que había pasado, solo obtuve algunos comentarios bastante difusos o, peor aún, evasivos.
                - Creo que, salvo yo, - me dijo Ricardo durante una plática que él terminó transformando en confesión, mientras tomábamos un café en la confitería Apolo, cerca del Cementerio de La Recoleta - todos se dieron cuenta de qué era lo que nos esperaba y obraron en consecuencia. Es decir, tomaron sus previsiones, sin entrar a considerar ninguna de las promesas de los directivos. No lograron mucho pero, por lo menos, no hicieron el papel de tontos. La pasaron mejor que yo, porque yo les creí cuando me dijeron que mi caso era diferente al del resto de los empleados y que lo tratarían de modo personal... Personal, no creo que sepan qué significa la palabra persona.

                *                             *                             *

                Ricardo era, cuando lo conocí una década atrás, un hombre amable, siempre dispuesto a ayudar a cualquiera que necesitara un favor, condición que pude comprobar en más de una oportunidad durante ese tiempo de trato entre amistoso y profesional.
                Era, asimismo, un hombre formado laboral y profesionalmente en épocas cuando se tenía la ilusión de que las empresas (no el dinero) implicaban persistencia en el tiempo, seguridad en el empleo para los trabajadores idóneos y la posibilidad de hacer proyectos de vida a cubierto de zozobras. Eso hizo de él un buen trabajador y un sujeto relativamente satisfecho con su capacidad para cumplir con las tareas que su posición requería.
                Tales condiciones terminaron por transformarlo en parte de un juego al cual nunca llegó a comprender acabadamente y, por esa misma razón, se convirtió en una de las tantas víctimas del brusco cambio que se produjo en las reglas de la convivencia.
                Sus escasas ambiciones en materia monetaria completaron el cuadro.
                Quedó sin empleo y eso hizo que se sintiera, no solo sumido en el más completo desconcierto, sino también traicionado. Traicionado, porque siempre cumplió con sus tareas y la respuesta que recibía de sus empleadores era, más que inesperada, injusta. Desconcertado, porque el trabajo era su vida.
                Hombre en quien había arraigado muy profundo el sentido del deber, ya no se debía a nada ni a nadie, pues ya no trabajaba.
                Entre las muchas cosas que no entendía, una de ellas se destacaba por encima de todas las demás, no tanto por su incomprensibilidad, cuanto por tratarse de algo que violentaba lo que él siempre había entendido por comportamiento racional de las personas.
                - Es algo que no termino de entender - me dijo en tono escandalizado -. De todas las personas que integrábamos el plantel de la entidad, solo dos salieron bien paradas y esas dos fueron las que más daño provocaron a la organización durante los últimos dos o tres años.
                -¿Cuantas son las personas despedidas y cuantas las que se han salvado? - pregunté tratando de enterarme qué había pasado en una institución que debía tener, cuando menos, medio siglo de vida.
                - Quedamos sin trabajo siete empleados, contándome a mí, y solo dos han conservado el empleo. Los dos de quienes hablaba...
                Sentí pena por mi interlocutor e intenté explicarle algo que suponía él debía saber mejor que yo.
                - Voy a decirle lo que pienso de todo ésto. Pienso que los directivos, desde hace bastante tiempo, pensaban liquidar la institución y por eso admitieron ciertas conductas o, peor aún, se aprovecharon de esas conductas. Puestas así las cosas, todo lo que pasó era inevitable. Además, si quiere una interpretación, digamos de psicología empresaria, le diría que aquí han estado operando ciertas afinidades propias de personalidades que, en el fondo, tienden a parecerse mucho. Sus antiguos patrones prefieren tratar con individuos en quienes no creen y sus buenas razones deben tener para proceder de tal manera. Usted no servía para el trabajo sucio de destruir la organización porque no se hubiera prestado a medidas que dejaban a sus compañeros sin trabajo pero quienes quedaron sí. Deben sentirse más seguros con ellos ya que nunca podrían sorprenderlos con un gesto de solidaridad hacia sus pares ¿No le parece?
                Negó con la cabeza, no cuanto yo decía, sino algo que estaba pensando y guardó para sí mismo y mantuvo silencio. Luego de unos momentos de inmovilidad,  se fue sin saludar.

                *                             *                             *

                Algunos días después, cuando volvimos a vernos, lo noté muy cambiado, no en su aspecto físico, sino a su actitud corporal, pues estaba mucho más agobiado, y hasta diría que súbitamente envejecido. El tono de su voz era triste. Le pregunté si tenía alguna novedad y se encogió de hombros.
                - No quiero hablar más de todo ese asunto - dijo, dando por supuesto que yo me refería a su antiguo trabajo -. Me amarga demasiado.
                Se mantuvo en silencio por unos momentos y lo mismo hice yo, pues no sabía qué decirle. La situación fue tornando incómoda y traté de tocar algún tema alejado de todo cuanto lo preocupaba.
                - Hoy tengo que hacer un trabajo muy especial - comenté -. Me pidieron que comente un partido de fútbol.
                - ¿Qué tiene eso de especial? - me preguntó con alguna brusquedad antes que yo concluyera la frase.
                - Trabajo en la sección dedicada a economía y, algunas veces, muy pocas, en temas culturales de una revista, lo cual significa que mi comentario estará más enfocado en los hinchas que en los jugadores, porque casi no tendrá elementos propios del juego, dado mi desconocimiento de ese tema. Creo que, de alguna manera, eso vuelve especial a la nota que tengo que escribir - respondí del modo más suave que pude.
                Se disculpó por su pregunta y el tono empleado en la misma, señalando que su estado de ánimo a veces lo tornaba descortés y esa disculpa le sirvió para retomar el tema de su despido.
                - Sabe qué pasa. Cuando uno se queda sin trabajo, pierde  hasta el sentido de la ubicación frente a los demás. Yo no era así, pensaba antes de hablar y me cuidaba de no lastimar a nadie. Ahora...
                La entrada de Claudio al bar interrumpió su discurso. Saludó al recién llegado con un gesto de disgusto que fue correspondido y el ex compañero de trabajo de Ricardo, sin tomar en cuenta mi presencia, dijo:
                - Hace días que quiero hablar con usted, Don Ricardo, porque Miguel, el asesor laboral de la Cámara, comentó con los dueños de la empresa donde ahora trabajo que usted le dijo que estaba molesto por mi actitud respecto de la conducta de Walter. Le quiero aclarar que solo recibía doscientos pesos mensuales por poner los libros de cuentas en orden. Si quiere, le muestro los recibos. Era un trabajo como cualquier otro, yo no robaba nada. Me lastimó que se usara su nombre para desacreditarme ante mis nuevos patrones y quería decírselo de frente.
                Ricardo lo miró con pena, pero reaccionó con bastante más violencia de la que yo esperaba.
                - No comenté nada de eso con Miguel ni con nadie. Entre otras cosas, porque me costaba mucho creerlo, pero ya no importa, porque lo que le han dicho a tus nuevos jefes es algo que yo bien podía haber pensado, con un solo agregado: Te has estado vendiendo por solo doscientos pesos al mes. Muy barato para arreglar libros contables y justificar cosas que prefiero no mencionar. Nos has hecho daño a todos los que fuimos tus compañeros de trabajo ya que debías saber que estaban vaciando la Cámara y que eso nos dejaría en la calle.
                Claudio enmudeció. Hizo un gesto como si estuviera pensando una respuesta de similar tono pero solo dijo que lamentaba que su ex compañero pensara eso de él y se fue.
                - A este chico - dijo Ricardo levantando las cejas, mientras lo miraba marcharse - fui yo quien le consiguió el puesto. Vino a verme un día de parte de un conocido, diciendo que no tenía trabajo y que tenía que casarse. No es mala persona, solo un poco inconsciente. No creo que se haya parado a medir las consecuencias de lo que  estaba haciendo, pero el hecho es que contribuyó a dejarnos en la calle. Bueno, no debo culparlo solo a él, al fin de cuentas, todos contribuimos para que pasara eso, todos somos cómplices de nuestra desgracia, sea por acción o sea por omisión, como gustan decir los abogados.
                Tornó a callarse; esta vez por largo rato. No supe cómo interrumpir su silencio porque solo tenía unas pocas palabras para hacerlo y esas palabras en nada podían  modificar su situación.
                Se levantó y se fue, siempre silencioso, saludando con un leve movimiento de cabeza.

                *                             *                             *

                Durante una semana, no fui al bar donde solía conversar con Ricardo. La editorial me mandó a Mar del Plata  para cubrir una convención de dirigentes de entidades gremiales empresarias representativas del sector de las pequeñas y medianas industrias.
                Las reuniones ocupaban prácticamente todo el día y, en su transcurso, se exponían problemas, se presentaban proyectos y se reclamaban soluciones por parte del Estado, todo lo cual podría resumirse diciendo que los empresarios se sentían las principales víctimas del proceso de concentración económica, pero ellos no utilizaban esos conceptos sino que preferían hablar de los "efectos no deseados del modelo que se estaba implementando", sin detenerse a analizar el sentido de aquello que decían, ya que algo que se produce sin que nadie lo desee debería ser considerado propio del mecanismo que se utiliza. Repetían, de ese modo, las frases hechas que circulaban en todos los grupos y sectores sociales.
                La inevitable cena de clausura sirvió para que los cronistas alternáramos con los industriales y tuve la oportunidad de conversar directamente con quien fuera presidente de la Cámara donde trabajara Ricardo.
                Sabía de mi amistad con su ex empleado y dedicó sus primeras palabras a justificar el despido, con los consabidos argumentos de la globalización y la reestructuración de la economía del país, rematando con aquello de “cambiar o desaparecer”.
                - Lo que en realidad no entiendo bien - respondí con intenciones de ponerlo en apuros - es porqué se prescinde de un hombre como Ricardo y se mantiene en su puesto a otros que, no solo no tienen su honestidad, sino que tampoco se aproximan remotamente a su capacidad.
                - Usted está hablando como amigo y además no es empresario - argumentó -. Ricardo ya es un hombre grande y nosotros creemos que todo proceso de cambio necesita de la intervención de personas más jóvenes.
Pregunté entonces por qué entonces habían mantenido en su cargo y de manera ficticia porque la entidad estaba en disolución a Agustín, quien era mayor que Ricardo, y la respuesta que recibí se aproximó bastante al absurdo.
                - Agustín, como supongo usted debe saber, es una institución dentro de nuestra institución. Mantenerlo en su puesto es como mantener vivo el recuerdo de la Cámara.
                No insistí con el tema. No tenía el menor sentido hacerlo.

                *                             *                             *

                Hacia las diez de la mañana del día siguiente, nos llevaron hasta el aeropuerto de Camet donde abordamos un “charter” que nos llevó a Buenos Aires. Me senté junto a otro miembro directivo de la entidad semi disuelta. Traté de no tocar el “tema Ricardo”, porque estaba cansado de los comentarios de compromiso pero mi eventual acompañante lo abordó por su cuenta.
                Comenzó hablando de la disolución de aquella organización y se refirió a una serie de circunstancias que condujeron a su colapso y no en términos muy discretos.
                - Nos hemos quedado sin Cámara - dijo - por falta de capacidad y de cuidado. Después de más de cincuenta años de actividad, dejamos que ciertas personas tomaran decisiones por nosotros y los resultados están a la vista.
                Asentí con un movimiento de cabeza, sin decir palabra alguna. Él insistió en sus conceptos, agregando que, “encima de todo, terminamos premiando a los peores y dejando a un lado a los mejores”.
                - Primero habría que aclarar qué entiende usted por mejores o peores - contesté, dando por supuesto que aludía a Ricardo -. Para llevar adelante un proyecto de liquidación de cualquier empresa, los mejores miembros no sirven. No creo que la persona a quien creo que usted alude se hubiera prestado a nada de lo que se hizo.
                - Habla de Ricardo - admitió - y yo también. Acepto que él no se hubiera prestado a los manejos que se hicieron en los últimos tiempos y también creo que, con él a cargo de las finanzas de la Cámara, no hubiésemos llegado a una situación de quiebra.
                Le recordé que él era vicepresidente de ese organismo cuando comenzaron los problemas y respondió que varias veces planteó la cuestión de la fuga de fondos que se estaba produciendo y nunca fue escuchado por los demás integrantes de la Comisión Directiva.
                - Todo se solucionaba pidiendo una auditoría contable - observé - y usted podría haberla exigido.
                - Lo hice tres veces - respondió - y el resto de los directivos no lo aceptó, no sé por cuales razones pero las imagino.
                Tardé unos instantes en decidir si decía o no lo que pensaba y finalmente hablé.
                - No creo que se tratara de una cuestión tan difícil de entender - dije como quien expone una obviedad - pues es algo que viene sucediendo en el país desde hace tiempo. Fíjese usted en lo que pasó con las empresas del Estado. Allí, se deterioraron los servicios hasta cuando llegó el momento del rechazo público de la gestión del gobierno y con eso se justificó su venta a precios de remate o de regalo. Un proceso de esas características no pudo hacerse sin la colaboración de los peores elementos del personal que trabajaban en ellas y, como el objetivo era la liquidación, se recurrió a ellos, ya que la poca gente honesta que quedaba no servía para eso. Una cosa similar es lo que ha sucedido con su Cámara y Ricardo resultó una víctima hasta inevitable. Será mejor que se cuide, porque la próxima víctima puede ser usted.
                Mi interlocutor meditó unos segundos y me contestó:
                - Tengo ya decidido abandonar mi cargo y dedicar más tiempo a mi empresa. Dé usted mis saludos a Ricardo y, por favor, trate de explicarle que yo siempre me opuse a su despido.
                Estuve tentado a preguntarle si no tenía un empleo para ofrecerle, lo cual resultaría mucho más eficaz y justo que aquella explicación, pero él se adelantó:
                - Lamentablemente, hoy no estamos en condiciones de incorporarlo a nuestra firma, porque también nosotros estamos en un proceso de racionalización forzosa del personal.
                El “charter” ya estaba aterrizando en el Aeropuerto de Buenos Aires.

                *                             *                             *

                Cuando volví a reunirme con Ricardo, le comenté mi conversación con el directivo, así como también las explicaciones y saludos que aquél me pidió le diera.
                - Es verdad - contestó -. Estuve en dos reuniones donde planteó el problema de una serie de gastos injustificados que se venían produciendo, que eran, obviamente, desviaciones o malversaciones de fondos, pero no tuvo apoyo de nadie en la Comisión Directiva y no pudo hacer nada. Es una buena persona. Quizás el único dirigente honesto de todo ese grupo. Debió haberse ido antes. No rimaba con el resto.
                Dicho ésto, cayó en uno de esos silencios propios de las personas agobiadas por problemas para los cuales no tienen solución.
                Momentos más tarde me preguntó si mi compañero de viaje no mencionó la posibilidad de un empleo y, ante mi respuesta negativa, se levantó y se marchó sin decir nada.
                Cuando, casi llegado a la salida del local, se volvió para saludarme, tenía los ojos llenos de lágrimas.

Del libro de cuentos "Vidas tangenciales" de Raúl Pannunzio

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