martes, 9 de agosto de 2011

DERECHOS ADQUIRIDOS CON EL NACIMIENTO.



                A comienzos de la década de los sesenta, recorrí Misiones, haciendo encuestas para una consultora semi oficial contratada por el gobierno provincial de turno, cuyos miembros habían decidido gastar mucho dinero para averiguar porqué no vivía bien el sector de bajos ingresos de la población local.
                Por esos tiempos, yo era un estudiante que promediaba la carrera de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Buenos Aires y vivía de algunos “rebusques” que iban surgiendo con alguna asuididad. Me presenté al concurso de antecedentes que hizo esa consultora porque un amigo me avisó de su existencia y tuve la suerte de ser seleccionado, junto con otras nueve personas, para realizar esa investigación. El hecho me alegró, pues me permitía poner en práctica algunos conocimientos teóricos adquiridos en varias cátedras y, lo que era para mí aún más importante, ganar una suma de dinero muy interesante en función de mis flacas expectativas en ese terreno.
                Terminados ciertos trámites destinados a comprobar que ninguno de nosotros era peligroso desde el pinto de vista político, viajamos en un hidroavión cuatrimotor que salió de Puerto Nuevo a las ocho y media de la mañana y llegó a Posadas alrededor de cuatro horas y media más tarde.
                En la capital provincial, fuimos agasajados con un almuerzo, al cual concurrió el gobernador junto con su ministro de economía. Terminado ese agasajo, nos llevaron a un hotel céntrico, donde nos explicaron nuevos aspectos de nuestra tarea y nos dividieron en tres grupos, cada uno de los cuales recibió un jeep Land Rover y fue destinado a cubrir distintas áreas de terreno.
                Me tocaron como compañeros de trabajo Martha López Guerra, Eduardo Colombo e Inés Saldías, junto a quienes viajé hasta Puerto Piraí, un pueblo sobre el río Paraná, donde estaba radicada una gran planta papelera cuyos directivos nos facilitaron un chalet de madera donde trabajar y dormir y también nos entregaron unos vales al mismo bajo precio que pagaban los trabajadores de la firma para ir a almorzar y cenar al comedor de la empresa.
                Martha era una salteña feúcha pero con un cuerpo estupendo, de mente simple y juicios bastante reaccionarios. Eduardo era un católico convencido de las bondades y verdades de su credo. Inés era una cuarentona seria, algo amargada e inclinada a tratar peor a las mujeres que a los hombres. Yo era un simpatizante del socialismo no suficientemente convencido como para estar afiliado a ninguno de los varios partidos de izquierda que decían representarlo.
                Si bien, durante las inevitables veladas que seguían a las jornadas de trabajo, tocamos temas propios de la política y de la religión, no tuvimos conflictos que fueran más allá de la teoría.
                Con la López Guerra no los hubo, porque su carácter conservador era más bien hereditario y, además, porque me miraba con bastante ternura. Con Colombo, porque se trataba, como buen religioso joven, de un sujeto algo ingenuo que se mostraba siempre dispuesto a practicar la buena fe, como forma de sumar adeptos a su causa. Con Inés, porque se callaba siempre.
                Después de una jornada durante el cual las tareas comenzaban al amanecer y terminaban a media tarde, nos reuníamos para revisar los datos recogidos en la sala del comedor de la empresa, en una enorme mesa ubicada frente a la ventana más grande que había allí. En algunas oportunidades, se nos sumaban Clara Barrantes, una joven y atractiva maestra rural quien también vivía en una de las casas de la papelera; el doctor Alberto Calvo, director general de la planta industrial, y Eulogio Medina, cocinero, mozo o administrador de dicho comedor, según la ocasión lo exigiera.
                De los tres me quedaron recuerdos bastante precisos. Clara, o Clarita como prefería que la llamaran, me llevó una tarde a su escuela rural, casi un rancho, donde los chicos cantaron, no sé por qué en mi homenaje, la “Canción del Mensú”, un anticipo, bastante más hermoso y lúcido, de las canciones de protesta. La había enseñado a sus alumnos, me explicó, para que “los chicos sepan como explotan a sus padres y lo que les espera en el futuro si no hacen algo para remediarlo”. También me recitó una suerte de aforismo que yo conocía por haberlo escuchado en boca de un brasileño del nordeste de su país y que supongo era uno de esos refranes trashumantes:
                Quien nace pobre en tierra de pobres encontrará a Dios en el Cielo, pero antes lo esperan el Diablo en la Tierra y la miseria en la vida”.
                La joven maestra me explicó asimismo algunas de las estratificaciones sociales en las áreas rurales en función de cómo cocinaban el “reviro”, un plato que integraba o era la dieta básica de los trabajadores, según fueran sus ingresos.
                - Para ver como vive aquí la gran mayoría de la gente, - dijo criticando nuestro trabajo - no es necesario gastar tanta plata en hacer encuestas. Bastaría con analizar cómo hacen el “reviro” en cada casa y se tendría una panorama bastante completo de la cuestión.
                Pregunté cómo era esa comida y ella me respondió:
                - Se hace con harina de trigo, harina de maíz, agua, sal y un poco de grasa de vaca. Cuando se tiene algo más de plata, se le agregan chicharrones o huevos, se cambia el agua por leche y la grasa de vaca por grasa de chancho. Hay que cocinarlo directamente sobre el fuego en una olla de “fierro”. A veces, como pasa con el locro en otros lugares, los hacendados de acá también lo ponen en la mesa, pero solo como curiosidad localista y entonces lleva chorizos, dados de jamón y manteca. Como usted verá, las variaciones en la preparación de ese plato resultan una buena señal para saber cómo son quienes lo comen.
                Eulogio era un simpático “caso de chaleco”. No quería que le dijeran cocinero sino “cheff” y no respondía cuando se lo llamaba mozo en lugar de “garçon”. Con esta actitud, solo logró que esas palabras francesas, sacadas de una revista que sabe Dios como llegó a sus manos, fueran usadas en broma por lugareños para nombrarlo.
                En cierta oportunidad cuando quedó solo conmigo en la mesa, confesó que quería ser investigador privado (él dijo “detective”) y que, para conseguirlo, estaba haciendo un curso por correspondencia en una “importante agencia de Buenos Aires”.
                - En este momento, - susurró en mi oído, como si se tratara de un secreto tan especial que solo lo compartía conmigo - me faltan nada más que completar diez lecciones escritas y voy dar los exámenes en unos seis o siete meses más a lo sumo, para que me den el título.
                Quería ir a vivir a la Capital no bien se lo dieran y me pidió consejos acerca de cómo moverse allí, cómo conseguir una buena oficina y cómo hacer su presentación al público.
                Sentí piedad y no quise desengañarlo. Le di mi dirección y mi teléfono, en la creencia de que nunca aparecería por mi casa ni me llamaría.
                El doctor Calvo era el personaje no político más destacado de Puerto Piraí, en igual medida que hasta la misma existencia del pueblo dependía de la empresa papelera que dirigía. Su actitud, en ese sentido, era notable, si hemos de compararla con la que podemos ver en empresarios actuales. Repetía a cada momento (estimo que lo hacía con absoluta sinceridad) que “todo niño que nace en una familia de cualquiera de los trabajadores de nuestra firma es también hijo de la empresa y nosotros nos ocuparemos de que tenga futuro”.

                *                             *                             *

                Estuvimos en Puerto Piraí casi dos meses y nuestros paseos vespertinos en el Land Rover despertaban la curiosidad de los lugareños, para quienes éramos, no solo “porteños”, sino también “gente importante”, dada nuestra proximidad, apoyada en continuas y mutuas visitas, con las principales autoridades políticas y no políticas del pueblo.
                Cuando llego el momento de dejar el lugar, vinieron a despedirnos Clarita y Eulogio, pero no el doctor Calvo. La maestra estaba muy apagada y hasta me sentí halagado al creer que mi partida tenía algo que ver con su tristeza. Eulogio, en cambio, se mostraba contento y me recordó su proyecto de viajar a Buenos Aires.
                Desde Puerto Piraí, fuimos recorriendo la costa del Paraná hasta las Cataratas del Iguazú, deteniéndonos en poblaciones muy parecidas entre sí, formadas en torno a la carretera que, en algunos casos como El Dorado, llegaban a tener hasta casi veinte kilómetros de largo y solo dos o tres cuadras de ancho.
                Terminada nuestra investigación, retornamos a Buenos Aires, donde nos pagaron los honorarios que restaban de lo acordado antes de comenzarla, agradecieron nuestros servicios pero no nos pidieron, como nos habían insinuado al comenzar, que siguiéramos con trabajos similares en otros sitios del país.

                *                             *                             *

                Por mucho tiempo, no volví a saber de la Barrantes y Medina y tampoco volví a ver a Martha, a Inés o a Colombo pero sí al doctor Calvo.
Algunos años después del momento cuando yo lo conociera, el director general de la papelera se trasladó a La Plata para ocupar un puesto público relevante en el gobierno de la provincia de Buenos Aires. Me encontré con él en una reunión informativa realizada para explicar cómo y porqué había que hacer cambios estructurales en las empresas del interior del país y pude comprobar que ya no se acordaba de los “hijos” que la empresa que alguna vez dirigió dejó huérfanos en Misiones.

                *                             *                             *

                El Diablo, a partir de entonces, visitó asiduamente la roja tierra misionera y se detuvo un buen tiempo en Puerto Piraí. Con Él, se toparon los trabajadores de la papelera, cuando ésta cerró bajo la presión de las importaciones y los dejó en la calle.
                Supe por accidente que Eulogio vino a Buenos Aires, pero no para ejercer el oficio de investigador privado (pequeño y loco sueño de aquellos tiempos cuando los sueños, aún siendo locos o pequeños, tenían derecho a la existencia) sino corrido por la miseria que llegó a su vida.
                Se radicó (es solo un modo de decir) junto con sus tres hijos y su mujer en un “barrio de emergencia” de la zona del Retiro, donde sobrevivió como pudo pero no por mucho tiempo.
                Pese a que había conservado mi teléfono y mi dirección, nunca me llamó, creo que avergonzado de su situación y recién supe que su presencia me había sido tan cercana cuando el mayor de sus hijos, solo después de llamarme y recibir mi invitación como cabe a todo buen provinciano, visitó mi casa para anoticiarme de su muerte.
                Era un muchachito que dijo llamarse Andrés, increíblemente flaco, cetrino, de edad indefinible que destilaba hambre por todos sus poros pero que hablaba con un nivel cultural que me hizo pensar que había pasado, por lo menos, por un colegio secundario.
                - Mi padre - dijo respondiendo a la pregunta acerca de porqué Eulogio nunca recurrió a mí pidiendo una ayuda que yo no me hubiera atrevido a negarle - era una buena persona pero era también un tonto orgulloso. Tenía vergüenza de venir a verlo, porque, según él, se había ufanado delante de usted de sus estudios y, no bien llegó a Buenos Aires, fue visitar la agencia que le había dado el certificado de investigador privado y que le prometiera un empleo seguro y esa agencia ya no existía. Tuvo que trabajar en lo que se presentara y terminó en manos de unos coreanos que cultivaban hortalizas aquí cerca, en Castelar. Unos verdaderos hijos de puta que le pagaban una miseria, que lo encerraban a dormir en jaulas, que le daban de comer porquerías y que solo lo dejaban salir la tarde de los domingos. Esos tipos son unos demonios. Son ellos los que lo mataron.
                Pregunté porque no denunciaron esa situación, “ya que existen leyes que prohiben eso en el país”, y me contesto que “el peor de los trabajos es mejor que ninguno, cuando no se tiene nada para comer y no se aprendió a robar”.
La respuesta me dejó sin ganas de seguir con mi interrogatorio. Lo invité a cenar en un fondín de Palermo, cercano a mi casa, y aceptó un tanto a regañadientes, pero comió con pasión (no encuentro otra palabra más adecuada para decir el modo como lo hacía) y se mostró dispuesto a hablar de su familia, de Misiones y de su vida.
                Su madre y sus hermanas retornaron a Puerto Piraí “porque no van a estar allá peor que acá”, pero él había conseguido trabajo en un correo privado y eso le permitía quedarse en Buenos Aires, estudiar de noche y enviar algún dinero a su familia, a condición de seguir viviendo en la villa, “porque allí, aunque nadie lo crea, la gente ayuda”.
                - La señorita Clarita - comentó en determinado momento - recordaba su visita mucho tiempo después de que usted se fuera del pueblo. No sé si se acuerda todavía de ella. Ella lo quería bien a usted.
                - La recuerdo muy bien - dije sonriendo con cierta tristeza y eso pareció animarlo para continuar.
                - Bueno, ella siempre nos decía en la escuelita que, “a quien nace pobre en tierra de pobres, lo espera Dios en el Cielo, pero antes tendrá que enfrentar al Diablo en la Tierra y la miseria en la vida”. Mi padre conoció al Diablo con cara de coreano y la miseria nos visitó muy seguido en la última parte de su vida. No teníamos ni para cocinar el peor “reviro”.
                - Pero ustedes no nacieron en tierra de pobres - lo corregí -. Recuerdo que, cuando visité Misiones, sus padres tenían casa y trabajo y podían mandar sus hijos a la escuela.
                - Todo eso se acabó de golpe cuando cerró la fábrica. La casa donde vivíamos estaba hipotecada con un préstamo que era de los dueños de la papelera y hubo que devolverla cuando no pudimos pagar más las cuotas. Después, nos fueron quitando todas las cosas de a pedacitos y todavía lo siguen haciendo... Nunca acaban de hacerlo. Parece que no se dan cuenta de lo pobres que estamos y siempre nos quieren sacar un poco más.
                Ese comentario siguió rondando por mi cabeza después de que el muchachito se fuera sin aceptar mis ofertas de ayudarlo.
                Él tenía razón. Si bien no había nacido en tierra de pobres, lo hizo en una tierra que poco a poco se estaba empobreciendo, lo cual hace que aquellos que medran con el esfuerzo y el hambre de otros crean que siempre será posible pedir mucho más para obtener un poco más.




Del libro de cuentos "Vidas tangenciales" de Raúl Pannunzio

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