martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. II) - Novela


Cap. II. 14/15 de mayo de 1975

          Margarita cumplió ayer 22 años. Con Carlos, un mutuo amigo y compañero de estudios, decidimos agasajarla y preparamos un programa que consistía, primero, en llevarla a cenar a un restaurante donde nos dijeron que servían muy buena comida española y, después, a un café-concert en el cual actuaba una "banda" de hot-jazz, calificada por entendidos que Carlos me había  mencionado alguna vez como excelente. A mí no me atraía la segunda parte del programa, sobre todo por quienes la recomendaban, pero no la rechacé pues sabía que a ella podía agradarle. La llamé por teléfono para hacerle nuestra propuesta y aceptó inmediatamente. Cuando le pregunté si esa reunión no interfería con algún festejo de tipo familiar, rió de buena gana y me dijo que las fechas importantes prefería pasarlas lo más lejos posible de sus parientes.
          Horas más tarde, al encontrarnos en la esquina de Callao y Corrientes, cerca del restaurante español, casi no la reconozco. Llevaba un peinado completamente distinto del que le era habitual y no usaba los anteojos que yo asumía como parte de su personalidad. Parecía muy contenta y eso era motivo suficiente para que yo me sintiera igual. Debimos esperar algunos minutos por Carlos, quien tenía por costumbre llegar retrasado a todas sus citas, sobre todo a las que él ponía horario. La cena transcurrió amablemente y se prolongó por bastante más tiempo del que habitualmente emplearía cualquiera de nosotros en un menester semejante. De acuerdo con Carlos y como parte de la ceremonia de homenaje, tratamos que ella impusiera sus gustos, tanto en lo referido a los platos, cuanto en materia de bebidas, pero Margarita se negó a hacerlo, argumentando su desconocimiento de ambas cosas. Por esa razón, yo elegí los vinos y Carlos recorrió detenidamente la carta, para terminar ordenando una tabla de quesos y una paella a la valenciana. Hablamos muy poco y de cosas banales, mientras comíamos.
          Salimos del restaurante hacia medianoche y caminamos una docena de cuadras para llegar al local donde actuaba la banda de hot-jazz y donde teníamos reservada una mesa cerca del escenario. Nos atendieron inmediatamente. Ella solo pidió un café cortado. Yo preferí cognac de marca francesa y Carlos, tras dudar, optó por un whisky escocés con hielo. La noche prosiguió siendo amable, pero sucedieron dos pequeños hechos que llamaron mi atención, hasta resultarme un tanto molestos y que, bastante tiempo después, cobrarían, para mi modo de ver las cosas que sucedieron entre nosotros, una enorme importancia. Margarita, luego de probar la bebida de mi copa, hizo lo mismo con la de Carlos y terminó pidiendo un vaso donde mezcló el cognac entibiado por mi mano con el whisky frío. Obtuvo así un cóctel que estimé absurdo y desagradable, pero que ella parecía apreciar sobremanera. Nos lo quiso hacer probar y solo Carlos aceptó (detesto solo imaginar que se agregue hielo al cognac). Cuando notó mi gesto de rechazo, dijo:
          - En la vida hay que probar de todo. El gusto está más en el experimento mismo que en sus resultados. Es posible que esta mezcla de bebidas te desagrade, pero también deberías pensar que lo que llamas buen gusto es apenas una de las tantas rutinas que todos cumplimos o nos sentimos obligados a cumplir como seres humanos comunes y corrientes.
          - Creo que no es así. Más aún, pienso que, en mi caso, es apenas cierta educación de los sentidos en materia de bebidas, o, si lo prefieres, algo de cultura alcohólica - contesté sonriendo para quitar algo de la rudeza que contenían esas palabras.
          - Puede ser - repuso con vivacidad -, pero solo se trata de tus sentidos y hasta la misma educación del gusto se vuelve algo rutinario si no buscamos nuevas sensaciones.
          Con el tiempo, llegue a la conclusión de que esta respuesta debió hacerme pensar en nosotros dos y en la relación que manteníamos, pero, ocupado como estaba entonces en tratar de hacerle la noche amable, desistí de prolongar una discusión que todavía era superficial, al par que inoportuna.
          El segundo de los hechos se produjo durante una parte del concierto de la banda de hot-jazz, la cual, dicho sea de paso, no interpretaba música asimilable a su denominación, sino algo muy diferente, sin armonía, sin siquiera síncopa y, además, no estaba formada por los instrumentos e intérpretes que su nombre indicaba. Carlos señaló a uno de esos integrantes, poseedor de una guitarra eléctrica (instrumento que yo tampoco entendía por qué estaba allí) y lo definió como un "virtuoso", comentario que hizo que los tres prestáramos mayor atención a sus "solos". Durante el desarrollo de uno de esos "solos", observé a Margarita. Estaba absorta, deslumbrada, mientras escuchaba los ruidos y miraba las contorsiones de un intérprete que no pulsaba más de dos compases y los reiteraba indefinidamente, sin comentario musical alguno, sin tampoco incorporarlo al resto de la pieza o coordinarlo con la banda y cambiando, únicamente para aumentarlo, el volumen de los sonidos. Cuando por fin terminó, ella se paró para aplaudirlo y avanzó hasta la tarima donde actuaba el conjunto. Carlos, con algo menos de entusiasmo, la siguió. Quedé solo en la mesa, sin moverme, sin aplaudir y sin entender, tanto a ellos, cuanto a la música que parecían disfrutar sobremanera. Con las siguientes interpretaciones de la banda, con los solos del guitarrista incluidos, la escena se repitió aunque algo atenuada, pues Margarita y Carlos no se alejaron tanto de la mesa, salvo en una oportunidad cuando el solista se puso a saltar como un poseído.
          Dejamos el café-concert pasadas las tres de la mañana. Mi amigo y Margarita siguieron comentando con entusiasmo el "concierto", mientras yo permanecía callado. Mi silencio no podía sino llamarles la atención y me preguntaron, a coro, porqué no compartía la casi euforia que ellos expresaban. Respondí que estaba tratando de comprender los motivos que tenían ambos para sentirse como se sentían. No me di cuenta en el momento que lo hacía con algún sarcasmo. Dejaron de hablar y sonreír y me miraron con mezcla de enojo y curiosidad. Ella tomó la iniciativa para responder a mi comentario.
          - Bueno, bueno, parece que no te gustó la banda...
          - Es cierto, no me gustó para nada y tengo mis razones Primero, porque eso no es una banda de hot-jazz ni nada que se le parezca. Además, no entiendo que encuentran ustedes de artístico o placentero en todos esos ruidos.
          Carlos trató de defenderse y defenderla.
          - No son ruidos, si prestaras atención...
          - Tienes razón, ni siquiera son ruidos - contesté, cortando algo que amenazaba ser una larga explicación, como las acostumbradas por mi amigo -. Son apenas dos compases. Nada más que dos compases pero reiterados hasta el cansancio, con solamente una variación de decibeles. Cada vez mayor volumen de sonido, cada vez mayor agresión al oído de los presentes.
          - Me parece que estás exagerando -, fue lo único que repuso él y sin mucha convicción, porque Carlos no era una persona que se destacara precisamente por la firmeza de sus convicciones, se tratara de la cuestión que se tratara, salvo en su amistad hacia nosotros.
          Margarita intervino entonces y lo hizo de modo agresivo. Se volvió para mirar a Carlos y dijo:
          - No trates de convencerlo de algo que no entiende ni quiere entender. No ves que racionaliza hasta la música.
          Dirigiéndose a mí, prosiguió:
          - Es cierto, son solo dos compases, pero se trata de sonido, de la música en estado puro, de una forma de música que únicamente habla a los sentidos y, por eso mismo, hay que tener una sensibilidad especial para entenderla. Una sensibilidad no perturbada por racionalizaciones y divagaciones intelectuales. Eso era sonido total y tenemos todo el derecho del mundo para decir que ese guitarrista es un virtuoso porque lo que alcanzó esta noche es precisamente el sonido puro, total.
          Mientras recordaba para mis adentros que la notación musical era una invención pitagórica, es decir, estrictamente matemática, contesté remarcando cada palabra, entre otras cosas, porque su comentario me había molestado:
          - El sonido puro no es palabra, no es música, es nada. Es como hablar de la pura luz, donde no hay imágenes, ni color, donde nada puede verse, o del puro olor, dentro del cual no hay aromas diferenciados, o del puro tacto, donde no habría espacio para las caricias. Al sonido puro, a la pura luz, al puro olor o al puro tacto la sensibilidad de todos y cada uno se acostumbra enseguida y pronto se aburre porque no hay diferencias para percibir, no hay matices en los cuales detener el pensamiento o la misma sensibilidad. Puestas así las cosas, un sordo, ciego y mudo, quien no puede decir qué es lo que tiene delante, viene a ser lo mismo que una persona normal.
          No bien lo dije, caí en la cuenta de que, si intentaba convencerlos, elegir una palabra como normal no había sido una idea muy feliz, porque ella se aferró a ese concepto
          - ¿Normal? - replicó - ¿Qué es lo que debemos entender por normalidad? ¿La vida que llevan todos los seres grises que nos rodean? La verdadera vida solo aparece en los extremos.
          Pensé que la parte más real de la existencia de los sujetos transcurre efectivamente solo entre tales extremos, pero callé aún a riesgo de que pensaran que ellos tenían razón. No quise continuar, tanto porque creía que era una pérdida de tiempo, cuanto porque el motivo de nuestra reunión merecía un clima más cordial. Al final, los tres callamos y seguimos caminando varias cuadras. Carlos se paró frente a nosotros, apoyó sus manos en nuestros hombros e hizo fuerza para juntarnos. No le costó trabajo lograrlo. Hecho esto, se despidió, diciendo que tenía que atender un compromiso importante durante la mañana siguiente y que quería dormir por lo menos un par de horas. Margarita y yo seguimos caminando. Ella tomó mi mano en silencio y apoyó su cabeza en mi hombro. Continuamos de esa manera durante un espacio de tiempo corto pero hermoso, luego de lo cual pidió que fuéramos a mi departamento, pues quería "terminar lo que quedaba de la noche tan bien como la había comenzado".
          Llamé un taxi y, en pocos minutos, estábamos en mi casa. Sin ningún preámbulo, nos metimos en la cama.

                                              *                       *                  *

          Me levanté cerca del mediodía y después de pasar el resto de la noche sin dormir. Estaba ya dispuesto a ir a la cocina para preparar café, cuando Margarita, quien parecía dormitar, levantó su hermosa cabeza para decirme, riendo como una niña:
          - El mundo de las sensaciones es maravilloso; ¿no te parece?
          - El de los sentimientos.... – dije (no se porqué no pude evitar corregirla).
          - No veo donde está la diferencia. Sigo pensando que el mundo de las sensaciones es una maravilla - insistió.
          - Nunca pensé lo contrario - contesté sonriendo -, pero no es el mundo de las sensaciones a secas; de las sensaciones puras, netas, sino el de los sentimientos cuando se comparten y las sensaciones que allí se producen.
          - A veces - dijo repentinamente seria - llego hasta creer que te gusta arruinarlo todo con tu racionalidad. Hay cosas que son inexplicables, cosas que solo se sienten muy íntimamente y que no pueden ser compartidas. Anoche... Anoche...
          - ¿Anoche qué? - pregunté en tono amable, pero ansioso.
          - Nada... No creo que lo entiendas.
          - Si no me lo explicas...
          Me miró fijamente y sacudió la cabeza.
          - Ese es el problema... No sabría como explicarlo y pienso que lo mismo deberías entenderlo.
          - Lo entiendo mucho mejor de lo que crees... Se trata...
          - Pues, si lo entiendes, no lo arruines con tus explicaciones, por favor - me interrumpió antes de que yo pudiera completar la oración, luego de lo cual se dio vuelta y enmudeció por completo.
          La imité, porque no sabía, en realidad, qué contestarle. Esperé durante unos segundos para ver si cambiaba su actitud y, como no lo hizo, fui hasta la cocina, donde preparé café y busqué algo para el desayuno. Cuando volví al dormitorio, se estaba duchando. Quise entrar al baño, pero había puesto llave. Esperé hasta cuando salió y serví café en dos tazones, a los cuales acompañé con un poco de leche condensada, algunas galletitas que encontré en la alacena, así como también con manteca, un resto de mermelada de frutillas y miel.
          Comió de buena gana y recuperó gran parte de su buen humor. Refiriéndose a la miel, con un dejo irónico, preguntó si yo pensaba que las abejas razonaban y se explicaban cosas entre ellas cuando producían esa maravilla. Repuse que, aún cuando existen seres humanos que actúan como insectos, los insectos no son seres humanos. No debí haber dicho eso, no con tales palabras. Volvió a enmudecer. Cerró los ojos, se cubrió la cara con las manos y luego se detuvo a mirarme fijamente. Se mantuvo así largo tiempo. Por fin, creo que más para ella que para mí, dijo:
          - Te quiero tanto pero te temo tanto...
          Boquiabierto, pregunté el porqué de tal afirmación pero ella volvió a enmudecer.
          Sentada en el borde de la cama, tomándose las rodillas con las manos y con la cabeza apoyada sobre ese conjunto de manos y rodillas, lloraba quedamente.
          No sabía qué hacer para consolarla. Traté de acariciar su pelo pero, antes que pudiera hacerlo, se levantó de un salto y pidió que la llevara a su casa.

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