martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. III) - Novela


Cap. III.  5 de agosto de 1985

          Alrededor de las diez de la mañana y un tanto a mi pesar, volví a visitar a Margarita. Su hermana me llamó la noche anterior para rogarme que lo hiciera, pues no había cesado de llamarme. Beatriz volvió a intentar unas disculpas que corté de raíz con un movimiento de mi mano, pero no hizo reproche alguno acerca de mis actitudes para con ella. Pregunté cómo estaba la enferma y obtuve como respuesta un gesto de dudas. Cuando entré al cuarto, sin embargo, encontré a Margarita mucho mejor de lo que esperaba. Había menos oscuridad que en la primera oportunidad cuando la visité y pude verla mejor. Era la sombra de lo que alguna vez fuera la mujer que tuvo todo mi amor, pero esa sombra se había peinado y maquillado con la misma gracia y mesura con las cuales lo hacía en aquel pasado cuando nos frecuentábamos y, llegué entonces a creer, nos teníamos el uno al otro. Había conseguido también, de manera casi milagrosa, que ese arreglo no resultara ridículo frente a su cuerpo actual. Con un gesto amable, indicó que me sentara en una silla ubicada a la derecha de la cama, mientras trataba de sonreír. Obedecí mecánicamente y en silencio. Ella comenzó un monólogo destinado a explicar el modo como me trató durante mi primera visita.
          - Beatriz me dijo cómo te grité y quiero que comprendas que no estaba en mis cabales. Estoy segura de que ella te debe haber contado que solo tengo algo de lucidez por momentos. Ayer me sentí bien y por eso le pedí que te llamara. Tenía la esperanza de sentirme todavía mejor hoy y, por suerte o por casualidad, es así. A veces, se me concede algo de paz y no sé si no es parte de un castigo mayor, porque me permite pensar en mí, en lo que soy, en mi vida y en lo que hice conmigo misma.
          Bajé la cabeza. Pasé la mano, desde mi nuca a mi cuello tratando de distenderme. Lo notó, pero no interpretó bien mi actitud.
          - No tienes que mirarme si no quieres hacerlo - dijo con tristeza - Es suficiente con tu gesto de haber venido. Estoy casi acostumbrada a que la gente evite mirarme.
          Dejó de hablar por un momento, respiró profundamente y, como yo no contesté pues buscaba las palabras adecuadas para hacerlo, prosiguió:
          - ... Solo casi acostumbrada, porque los casi han sido como una marca en mi vida. Casi te amé desesperadamente, casi viví con plenitud, casi sentí de manera total... Y, como podrás ver, lo único que hubo en mi vida fue el nunca, porque nunca logré algo completo, algo absolutamente propio, interiormente mío, a pesar de haberlo perseguido con todos los medios posibles.
          Miré directamente su cara y esta vez me dolió. No obstante, le hablé lo más calmada y dulcemente que pude.
          - Te has equivocado. Yo no estaba evitando mirarte. Solo trataba de tranquilizarme un poco. No voy a negar que me duele verte así, pero no siento ningún rechazo... No te preocupes por eso.
          No me creyó. Bajó la cabeza, soltó un profundo suspiro y se cubrió la cara con ambas manos.
          - El horror - señaló con tono de resignado reproche - no puede mirar de frente a la inocencia, no tiene derecho de hacerlo. Eso es lo que debes estar pensando ahora; ¿no es cierto? Esa ha sido siempre tu manera de pensar... Pero la inocencia puede contemplar el horror sin mancharse con él, sin contagiarse, porque lo único que sabe hacer la inocencia es contemplar y, a veces, pensar o juzgar... Y, si juzga, condena. El juicio no está sino para eso, para poner límites, para condenar... Más o menos así debe haber sido nuestra relación; ¿no te parece? Solo juzgamientos y condenas.
          - Eso no es cierto - contesté con alguna gravedad -. Yo te quería tan desesperadamente que fui más allá de todas mis reservas, solo que...
          - Sólo que.. - me interrumpió como un eco, mientras me miraba - Sólo que... Sólo que también había un límite para eso, como en tu cabeza siempre hubo límites para todo.
          Sus ojos, metidos en un cuerpo que ya nada tenía que ver con el del pasado, eran como antes y me miraban igual como lo hacían antes. Con esfuerzo, mantuve su mirada y respondí:
          - El límite que surgió entre nosotros no lo puse yo. En el amor, el límite siempre lo pone quien no comparte y ese no era mi caso, sino el tuyo. Querías tener y sentir demasiadas cosas como si te pertenecieran de modo exclusivo. Contra eso, me era imposible luchar.
          - ¿Lo conseguiste en otra mujer?... ¿Hubo alguna, una sola, que acaso compartiera contigo su vida al extremo que exigías; alguna mujer que renunciara a ser ella misma, que se anulara de tal manera? - preguntó con algo parecido a una mueca pero que pretendía ser, creo, una sonrisa irónica.
          - Siempre pensé que eso era posible para nosotros y siempre quise que así fuera. No quería que te anularas, sino que compartiéramos todo. Me parecía tan fácil entonces... Ahora, no lo sé... Después de nuestra última separación, traté de manera desesperada de reconstruir mi vida afectiva, pero no lo conseguí. En los últimos años, ya no he tratado de hallar eso en nadie... Todavía, a pesar del tiempo que ha pasado y aunque no me creas, he estado viviendo con muletas anímicas, como un convaleciente.
          Si pensaba que esa confesión de soledad iba a calmarla, me equivoqué por completo. Como si no hubiera oído lo que dije, prosiguió con su discurso.
          - Es mentira. Nunca buscaste eso en nadie ni en nada... Nunca quisiste hacerlo.
          Trató de sonreír de nuevo y de nuevo su sonrisa  me pareció una mueca.
          - Lo esperaba, lo quería. - insistí en tono algo agresivo - No sé si llegaste a comprenderlo cuando todavía era tiempo. Te lo pedí tanto como no recuerdo haber pedido nada a nadie en toda mi vida y siempre choqué contra una pared.
          - No llegaste hasta el límite, porque el límite no existe. Siempre podemos ir más allá... Siempre, siempre, siempre... Aún cuando nunca te hayas atrevido a comprobarlo...
          - Fui hasta mis límites, porque un día comprendí cuales eran los tuyos... - respondí sombrío.
          - Y bien; ¿cuáles eran mis límites? Deberías habérmelo dicho, porque yo los busqué con obsesión y nunca los pude encontrar...
          - Te lo debo haber dicho mil veces. Ese era tú límite. Creer que no los tenías o que no los había y pensar que yo debía amarte al extremo de aceptarlo como si fuera un muñeco que podías usar a tu antojo, como si tuviera la obligación de estar a tu disposición en el momento cuando se te ocurriera y para lo que se te antojara... Llegó un momento cuando ya no pude hacer eso... Además, aún si lo hubiese hecho, estoy seguro que tampoco lo habrías apreciado.
          No debí discutir con ella. No estaba allí para eso pero no pude evitarlo, pese a que me daba cuenta del modo como aumentaba su agresividad a cada instante. De golpe, se cubrió la cara con una sábana y comenzó a dar gritos horribles.
          Beatriz entró en el cuarto pero ella seguía gritando, como si su hermana no existiera. Esta me miró con un interrogante en su cara, pero no expliqué nada. Solo dije:
          - Tengo que irme.
          - Comprendo, - respondió Beatriz.
          Margarita calló tan súbitamente como había iniciado sus gritos. Cuando yo salía casi huyendo, repitió aquello de "por favor, no te vayas".

No hay comentarios:

Publicar un comentario