martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. VIII) - Novela


Cap. VIII. Fines de agosto de 1975

          Nos encontramos con el profesor Wissenglaube a las nueve y media de la noche en un restaurante céntrico. Cuando llegamos al local, nos estaba aguardando en una mesa bien ubicada. Miró su reloj y comentó:
          - Han llegado justo a la hora pactada, lo cual nos alegra. En nuestro oficio, la puntualidad resulta esencial.
          Se levantó para saludarnos. Separó la silla que tenía frente a sí y que había destinado a Margarita, para que ella pudiera sentarse con más comodidad e indicó con un gesto el sitio a su derecha, donde yo debía ubicarme. Quedamos a la espera de que comenzara a hablar pero él no lo hizo. Se limitó a pedir la carta y, no bien se la entregaron, nos la pasó en el más completo silencio. Hecho el pedido por parte de cada uno de nosotros y, mientras éste llegaba, decidí iniciar el diálogo con nuestro anfitrión.
          - Supongo que esta invitación responde a su anterior ofrecimiento de reunirnos para aclarar algunos temas que puedan haber quedado sin respuesta en el seminario.
          Supone usted bien, pero lo hace de manera parcial. También queríamos llegar a conocerlo mejor y, para eso, se hace necesaria una conversación y un trato más directos de los que pueden darse en un aula llena de alumnos cuyo único interés parecería ser el cumplir con una etapa de su carrera o saltar otra valla académica del modo más rápido y cómodo posible, en una Universidad que perciben como destinada solo a eso - respondió utilizando de nuevo la primera persona del plural.
          La llegada de los platos nos interrumpió y, a solicitud del teólogo, dejamos las cuestiones más especificadas para la sobremesa. Mientras Margarita y yo comíamos con buen apetito, Wissenglaube no parecía prestar mucha atención al plato que le habían puesto delante y ocupaba más tiempo en estudiarnos que en comer. Terminada la cena, preguntó si conocíamos algún lugar menos ruidoso, donde pudiéramos conversar más tranquilamente. Decidimos llevarlo a un bar cercano, el cual permanecía abierto hasta bien entrada la noche y no era demasiado concurrido, amén de tener apartados. Ya en ese lugar y después de pedir café y cognac para mí y para el teólogo y un café cortado para Margarita, iniciamos una conversación que difícilmente pueda olvidar alguna vez. De modo un tanto teatral, el sacerdote inquirió:
          - Pues bien; ¿qué es lo que quieren saber?
          - ¿Tiene usted todas las respuestas? - pregunté con sorna.
          No se inmutó ni molestó en lo más mínimo con lo intencionado del comentario.
          - No todas las que existen, pero sí casi todas las que ustedes puedan hacernos - respondió en el mismo tono.
          Una puerta del local se abrió de modo imprevisto y un fuerte golpe de frío llegó hasta nosotros. Margarita tomó su tapado y lo apoyó contra su pecho y yo cerré mi saco. Wissenglaube no pareció molesto en absoluto.
          - Usted sabrá - dije para recomenzar el diálogo - que el tonto más grande de los tontos puede hacer más preguntas de las que puede responder el sabio más sabio de los sabios.
          - Joven amigo, no quiera usted decepcionarnos - contestó rápidamente - esa es solo una de las tantas frases hechas que hoy pululan en el mundo y que parecería que han tomado su país como suelo patrio. Nadie puede preguntar algo acerca de cualquier asunto sin saber de qué se habla y lo único realmente tonto es hacer preguntas sin respuesta posible. Dejemos, pues, los juegos verbales y vayamos directo al centro del problema.
          Margarita nos contemplaba absorta. Por fin me decidí y solo dije:
          - Jacobo Böhme. Me interesaría conocer su interpretación acerca de los planteos de este místico.
          Aguardé la reacción de Wissenglaube, esperando que dudara o se tomara algún tiempo para responder, pero sonrió entre irónico y satisfecho.
          - Ah, Teosophos Teutonicus, el teutón que sabía de Dios, como lo llamaban sus contemporáneos - contestó -; ¿por qué semejante interés en alguien que vivió hace ya tanto tiempo, tan lejos de este suelo y que el presente ha dejado prácticamente en el olvido?
          - Porque sus planteos, por lo menos los pocos que conozco, no son tontos, menos aún lo son sus preguntas y, finalmente, porque su nombre ha incomodado a todos los teólogos que alguna vez llegué a tratar. - insistí.
          - A nosotros no nos incomoda - contestó sonriendo -. Como dijimos en cierta ocasión, tiene usted madera para teólogo.
          - Soy casi un ateo - interrumpí.
          - Todos los teólogos, en alguna medida, somos casi ateos. Los verdaderos religiosos aspiran a hablar con Dios y, a veces, lo logran; los teólogos apenas si hablamos de Dios. Todos nosotros queremos saber cómo es Dios, parándonos frente a Él y eso nos distancia, pues, para el hombre individualizado, no existe otro modo de conocimiento que el enfrentar aquello que despierta su interés religioso o aún gnoseológico, dos modos de relacionarse con la verdad  menos diferentes de lo que comúnmente se piensa.
          Margarita, quien se había permanecido largo rato en silencio y nos miraba alternativamente, intervino para preguntar si el conocer quedaba restringido a tal actitud de enfrentamiento, si "no existía alguna forma de aproximación que no fuera nada más que estrictamente racional" y Wissenglaube, después de observar atentamente cuanto me afectaban las palabras de ella, dijo:
          - Los teólogos tratamos de explicar a los hombres qué o cómo es Dios y cuál el significado de su Palabra. Para hacerlo, no tenemos otra herramienta que un lenguaje racional, el cual, pese a cuánto lo han degradado los hombres en el presente, sigue siendo por completo imprescindible. Las experiencias o, mejor dicho, los experimentos pretendidamente íntimos, ni siquiera denotan misticismo, porque hasta el misticismo ha sido, en la actualidad, declarado una instancia perimida ante nuestras consciencias. Esos experimentos, repito, no suponen otra cosa que una inútil búsqueda de la identidad por el camino de los sentidos. Esa es una vía que nunca ningún hombre terminará de recorrer porque siempre habrá algo más para probar y siempre la sensibilidad retrocederá ante la prueba... Ese camino lleva a la nada.
          - A la condena... - musitó ella, como si esperara oír una confirmación de sus palabras.
          - No, ni siquiera a la condena, - contestó Wissenglaube, con una seguridad total y creo que, para ella, cruel - porque, tanto Dios, cuanto Aquel que osó oponérsele en el principio de los tiempos, harán la misma pregunta a quien llegue: ¿tu quién eres? Y esa pregunta deberá ser inevitablemente contestada con las razones de los actos de la vida de cada uno. Quizás en eso y solo en eso reside aquello de la creación del hombre a imagen y semejanza de su Creador. Recuerden que Dios respondió a Moisés Yo soy el que soy y tal respuesta deja de ser enigmática cuando se toma en cuenta la identidad de cada uno de los seres humanos.
          Margarita se puso aún más pálida y calló. Me pareció que, en cualquier momento, rompería a llorar y tomé su mano. No la retiró pero tampoco retribuyó mi gesto, sino que la dejó como si esa parte de su cuerpo no le perteneciera. En un intento de quitar peso al clima creado, retomé el tema de Böhme. Mi insistencia en el místico también implicaba un interés por la postura que, en definitiva, adoptaría el teólogo, porque, hasta ese momento y en los temas que más me interesaban, solo había respondido a las preguntas con otras preguntas.
          Como si estuviera leyendo mi pensamiento, Wissenglaube se desentendió por completo de Margarita y me dijo:
          - El pensador que usted menciona, joven amigo, es harto confuso. Emplea un lenguaje lleno de hermetismos y códigos esotéricos, quizás por las condiciones históricas que existían en el momento cuando escribió. No obstante esas limitaciones, plantea problemas que, al par que han no tenido y todavía no tienen soluciones satisfactorias de parte y para el común de nuestros colegas teólogos, resultan importantes, al punto que esos problemas pueden ser rastreados, no solo en los textos sagrados, sino también en los intentos de explicación de los mismos. La relación ineludible entre el Bien y el Mal aparece, entre otros textos bíblicos, en el Libro de Job y la misma existencia de este patriarca supone una prueba más del eterno conflicto entre esas dos instancias.
          Nos miró como para constatar el efecto de sus palabras y después de una pausa, prosiguió:
          - Todo sucede, en lo que a la conducta de los hombres en cuanto tales se refiere, entre esos dos extremos y nada está exento de los mismos. Toda existencia participa del Bien y del Mal. Pero ninguno de ambos principios se presenta en estado puro. Nada, absolutamente nada, es neto o puro en esta tierra. Observe usted que, cada vez que un hombre cualquiera cree haber encontrado el Mal, se siente autorizado para cometer toda clase de tropelías en nombre de la lucha en contra de ese Mal, pues nada de lo que haga, por espantoso que sea, resulta malo en comparación con el Mal absoluto.
          - Pero, para ese teólogo, por lo que pude conocer de él, el mundo mismo sería inevitablemente malo, sería lo opuesto de Dios, sería lo otro de Él.- objeté.
          - Lamentamos oírle decir eso, pues se está quedando usted a mitad de camino. ¿Qué clase de Esencia Absoluta sería Dios si no contuviera en sí misma toda la realidad, incluyendo en esa realidad el Mal? Ese es el tema de los temas para los teólogos, sobre todo para el Primero de ellos, porque la religión, cualquiera sea la forma institucional o positiva que adopte, no puede prescindir de la presencia del Mal... - concluyó.
          Margarita se reanimó e intentó hacer una nueva pregunta, pero el profesor no la atendió sino que se levantó repentinamente, anunciando que debía irse. Ella volvió a su mutismo y yo insistí con mi interrogante acerca de quien era ese primer teólogo, pero Wissenglaube eludió responder, dando por concluido nuestro diálogo. Pidió la cuenta, rechazó mi intento de pagarla y, a modo de despedida, dijo:
          - Creo que volveremos a vernos varias veces más.
          Quedé sentado pensando. Margarita seguía quieta y en el más completo silencio. Estimé que había llegado el momento de irnos. La tomé de la mano y casi la arrastré hasta la salida. Ya en la calle, traté que apoyara su cabeza en mi hombro, pero no lo hizo. Me miró fijamente a los ojos y pidió que la dejara sola por algunos instantes. La obedecí. Se alejó unos pasos, tapó su cara con ambas manos y, después de lo que creo fueron unos cortos sollozos, retornó a mi lado. Era otra. Tomó mi mano, apoyó la cabeza en mi hombro y pidió fuéramos a mi departamento.
            Cuando llegamos, su estado de ánimo era más que bueno, considerando lo que acababa de ocurrir. No quise preguntarle nada, porque el momento no se prestaba para eso y porque, además, estaba completamente convencido que no obtendría de ella respuesta aceptable alguna.

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