martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XI) - Novela


Cap. XI Diciembre de 1975

          La tesis que había presentado para mi graduación fue elogiada, tanto por el profesor Molina Vera, quien se prestó a actuar como director de la misma, cuanto por el jurado académico designado para aprobarla o rechazarla. El tema elegido estaba referido a la relación existente entre el resurgimiento del escepticismo filosófico y la decadencia cultural, política y religiosa que se registra en nuestro presente. Los textos que elaboré dieron bastante que hablar, en pro y en contra, dentro del cuerpo de profesores de la Facultad, lo cual derivó en el ofrecimiento de una empresa editorial para publicarlo. Acepté sin dudar un instante, entre otras cosas, porque sabía que la publicación de un libro siempre ha implicado un puntaje considerable en cualquier concurso de oposición de antecedentes para acceder a dictar alguna cátedra y eso era un proyecto importante en mi vida. Apurando las tareas, el libro llegaría al público antes de marzo de 1976. Margarita y Carlos, sumados a Diego y Roberto (dos integrantes del seminario de Wissenglaube que se habían incorporado a nuestro más que reducido grupo de amigos) no solo apoyaron mi decisión con entusiasmo, sino que también se ofrecieron a colaborar en todo cuanto pudieran hacer para que la obra llegara a las librerías en el menor plazo posible. Sospecho también que el doctor en teología había empleado sus influencias para conseguir que mi trabajo se publicara. Esas influencias, como comprobaría después, no eran pocas.
          Revisamos y corregimos las pruebas de galera en menos de una semana y las entregamos a la editorial. Restaba solo esperar su publicación y, por supuesto, la respuesta de los lectores. Terminado el trabajo, nuestro grupo se reunió por la noche en una cantina de la Boca (quiero dejar en claro que yo no participé en la elección del lugar, como tampoco lo hizo Margarita) para festejar el acontecimiento. En la mitad de la inevitable cena, apareció, no supimos bien cómo ni de dónde, Monseñor Wissenglaube, quien, después de felicitarme por "una obra que, sin dudas, tendrá trascendencia", nos informó que había prorrogado su contrato con la Universidad y dictaría un nuevo seminario, sobre un tema todavía a determinar, durante la primera mitad de 1976. Invitó a cada uno de nosotros a participar del mismo y, tan sorpresivamente como había llegado, desapareció.
          Terminado ese festejo, Margarita y yo fuimos a mi casa. Mi buen ánimo, alimentado sobre todo por la relativa estabilidad de mis relaciones con ella, desapareció al promediar el mes, cuando todos nos enteramos que la Alianza Anticomunista Argentina o Triple A, un organismo parapolicial, el cual comenzó a actuar más de un año atrás y se decía fue creado desde el mismo gobierno peronista, había asesinado a Mauricio Schönberg, un profesor de Metafísica con quien yo mantenía una relación cordial, cercana a la amistad. Su cuerpo apareció, acribillado a balazos, en la ruta que lleva de Buenos Aires a La Plata, con un cartel donde se lo denunciaba como "judío traidor a la Patria". Este espantoso crimen nunca fue aclarado, porque la policía se mostraba más que renuente en sus investigaciones y también porque la reacción del conjunto de la sociedad distó de ser enérgica. Las causas del homicidio tampoco fueron claras, pues Mauricio no era un militante político y su actividad como docente apenas si reflejaba la postura suavemente izquierdista de un hombre cuya vida estaba volcada a tareas estrictamente culturales.
          Sin embargo, no sería Mauricio la única víctima de la Triple A. Una seguidilla impresionante de asesinatos (principalmente de jóvenes dirigentes autodenominados como integrantes de la llamada "generación intermedia" del justicialismo, quienes estaban ligados, tanto a la izquierda, comunista y no comunista, cuanto al nacionalismo católico) se produjo en un corto período de tiempo. Los cuerpos de todas las víctimas aparecían acribillados a balazos y, algunas veces, calcinados. Creo que todo eso se hacía con el fin de atemorizar a la sociedad, porque es obvio que un cuerpo con una decena de impactos en la cabeza no está ya en condiciones de temer a nadie ni a nada. Si fue aquel el objetivo perseguido por el terrorismo de Estado, hay que reconocer que se lo logró rápidamente. Todos o casi todos no enfrascamos en nuestros asuntos, salvo, por supuesto, los militantes de los grupos afectados, las entidades defensoras de los derechos humanos, los familiares de los muertos y de los desaparecidos, así como también algunos amigos de los mismos. Muy pronto, la muerte y el miedo fueron dos presencias constantes en la conciencia de todos, ya que prácticamente ningún argentino quedó sin tener un conocido, allegado, pariente o amigo que no figurara en las listas, publicadas y no publicadas, de víctimas.
          El gobierno de Isabel Perón mantenía silencio. Ni siquiera simulaba investigar. Los medios de comunicación hacían públicas, a diario, noticias acerca de nuevos crímenes y denuncias sobre desapariciones de personas y amenazas a organizaciones políticas, sindicales, grupos de opinión, escritores y artistas que no comulgaban con las ideas de ciertos sectores ligados al poder de turno. El país, desde hacía un tiempo, había ingresado en un proceso de desintegración institucional, dentro del cual las únicas cosas que realmente parecían funcionar eran la violencia y la arbitrariedad, en manos de individuos que mezclaban, de modo bastante asimétrico, su carácter de seres iluminados con sus negociados.

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