martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XVII) - Novela


Cap. XVII.  Fines de junio de 1976.

          Ha pasado ya otra semana desde el día cuando Carlos comenzara sus averiguaciones y no hemos tenido noticia alguna sobre Diego. Pudo, por fin, comunicarse con los padres de nuestro amigo, ya que Roberto volvió de Chile y tenía, como creíamos, su dirección y su teléfono. Ellos tampoco sabían nada. Dijeron, en cambio, que viajarían de inmediato a Buenos Aires. La noticia denunciando la desaparición de nuestro compañero apareció en algunos diarios, junto con la de otras nueve personas y un comunicado oficial que informaba de casi medio centenar de "subversivos abatidos en enfrentamientos con las fuerzas del orden, en distintos lugares del país". No se daban nombres. El gobierno de facto no respondió a ninguna de las denuncias sobre secuestros, sino que se limitó a señalar que "todo está en manos de las autoridades judiciales" y éstas, salvo en contadísimos casos, rechazaban todos y cada uno de los habeas corpus que presentaban los familiares de las posibles víctimas de la represión militar, a través de abogados con valentía suficiente como para hacerlo, ya sea de manera particular o por medio de entidades defensoras de los derechos humanos.
          Carlos, quien seguía con sus trámites ante una de estas organizaciones, presentó la documentación que le entregaron los padres de Diego. Yo lo secundé en todo cuanto pude, no solo por la amistad que nos unía desde hacía bastante tiempo, sino también por verlo actuar de una manera que me hubiera resultado inimaginable pocos meses antes, dada la poca convicción con la cual, en ese pasado aún no lejano, encaraba la mayoría de sus asuntos. Todo cuanto hicimos en el terreno institucional resultó por completo inútil. Decidí hablar con algunos profesores, respecto de quienes se decía, no solo que tenían algún tipo de "llegada" dentro de la jerarquía de la Iglesia católica y de la estructura militar, sino que también se los consideraba incapaces de delatar a nadie (en esto, me equivoqué y mucho con uno de ellos, como lo comprobaría más tarde).
          Dentro del grupo consultado, estaban un profesor titular de la cátedra de Filosofía de las Religiones y, por supuesto, el doctor Wissenglaube, a quien creía, no solo al margen del peligro que amenazaba al resto de sus colegas dado su carácter de extranjero harto conocido en la esfera académica internacional, sino también lo suficientemente interesado en nuestro grupo de trabajo como para ocuparse de la situación de uno de sus integrantes. No pensé siquiera en recurrir a otros docentes (de quienes descontaba que su postura ideológica los haría trabajar en favor de mi amigo) porque sabía que ellos mismos podían figurar entre los futuros desaparecidos. Las respuestas que conseguí, salvo en los dos casos mencionados, siguieron un mismo patrón, patrón que consistía en mostrar preocupación hacia la persona por la cual se estaba pidiendo, negar toda posibilidad de llevar adelante gestión oficial alguna y terminar desligándose del problema. El teólogo y el titular de la cátedra de Filosofía de las Religiones tuvieron reacciones absolutamente diferentes. El catedrático argentino quiso saber en detalle cuáles eran, en el momento cuando se produjo su desaparición, las actividades "extra universitarias" de Diego, incluyendo sus medios de vida, como así también sus relaciones personales, gremiales, políticas y familiares. Su actitud me alarmó sobremanera y esa alarma se debe haber traducido en algún gesto de mi cara, pues el catedrático pronto abandonó su inquisición e inició una suerte de comentario pretendidamente académico acerca del "nihilismo y la consecuente negación ideológica de toda ética que, en los últimos años, se está produciendo en la mentalidad de amplios sectores de la juventud". Muy otro fue el modo como me atendió el doctor Wisenglaube. Después indagar las razones de mi interés personal por la desaparición de Diego, el teólogo prometió hacer todo cuanto estuviera a su alcance, aclarando que, "dadas las connotaciones que, prima facie, tiene este hecho, difícilmente ya podamos hacer algo".  El doctor Valentín Deferre (que así se llamaba el filósofo de las religiones) sería, muy poco tiempo después, designado por el gobierno militar como embajador ante un organismo internacional y yo tendría oportunidad de volver a hablar con él en Europa, durante mi exilio.
          Tanto las gestiones que realizara Carlos, cuanto las mías y las del teólogo, ya que éste cumplió su promesa, como habría de enterarme después y lo hizo sin comprometer a nadie, resultaron por completo estériles. Diego no apareció. Ya nunca lo haría. Seguimos, no obstante, buscándolo, pero no como actores directos de esa búsqueda, sino apoyando a sus padres con todo cuanto teníamos para ello y que, dadas las circunstancias, era apenas un poco más que nada.
          Procurando alguna información para llevar a la madre de Diego, me reuní en un bar, luego de una clase, con el doctor Wissenglaube. Margarita, quien volvió a mi vida después de una de sus ya rutinarias ausencias, estuvo presente. El teólogo fue directo. Dijo que, a su criterio, mi amigo estaba muerto, porque "los miembros de los servicios de represión que están trabajando para los militares son, en lo que a integrantes y métodos se refiere, los mismos que actuaban en 1975, cuando asesinaron a su amigo Schönberg y esa clase de gente no acostumbra a dejar testigos vivos".
          No me llamó la atención que Wissenglaube supiera del asesinato de Mauricio, porque era ese un tema que se comentó mucho en momentos cuando el teólogo llegaba a Buenos Aires, pero sí que atribuyera ese homicidio a los posibles secuestradores de Diego. Margarita debe haber pensado lo mismo, ya que le preguntó por qué creía él que eran las mismas personas y, en caso de serlo, porqué no actuaron como otras veces, cuando dejaron cuerpos acribillados en la calle. Recibió como respuesta una definición acerca de situaciones similares que se produjeron en Francia durante la ocupación alemana, con relación a personas sospechadas de pertenecer a la Resistencia.
          - La cultura moderna - sentenció sin atender a nuestra angustia y como si estuviera dictando cátedra - no es muy imaginativa y repite siempre los mismos esquemas en situaciones de tensión social. En Francia, las "S.S." alemanas, cuando mataban un individuo sospechoso de ser miembro de la Resistencia, en un principio, entregaban su cuerpo a parientes o conocidos, pero pronto dejaron de hacerlo, porque consideraron, con bastante propiedad, que un desaparecido representa mucho mejor que un muerto la amenaza potencial de eliminación física para quienes conocían bien a esa persona. Aquí se está haciendo lo mismo. Hoy, Diego es, para todos ustedes, nada más y nada menos que una evocación constante de la muerte.
          Respecto de las gestiones por él realizadas, el teólogo fue más explícito:
          - Hemos hablado con un miembro de la jerarquía católica, a quien no queremos ahora identificar, pero con quien hemos mantenido trato durante largo tiempo y él opina que su amigo está muerto. No sabemos si esta persona lo hizo para eludir el tener que realizar alguna gestión, porque lo cree realmente o porque tiene alguna información al respecto. Mucho lo lamentamos, pero no pudimos ir mucho más allá de eso.
          Miró a Margarita y, antes de una de sus súbitas pero acostumbradas desapariciones, agregó dirigiéndose directamente a ella:
          - No. Las cosas que están sucediendo no son lo que usted piensa. Los actuales gobernantes argentinos no imitan al Infierno, no tienen capacidad para eso. Hasta en el Infierno se identifica a los condenados. Allí, no entra cualquiera. Para que un ser humano sea admitido, son necesarias pruebas de sus pecados, de sus culpas. No basta con meras acusaciones o simples sospechas. Usted parece no querer comprender algo que, en el fondo, es muy simple. Hasta aquellos que serán condenados tienen identidad.
          A diferencia de lo que sucediera en todas las anteriores oportunidades cuando el teólogo la habló directamente, esta vez no palideció ni se calló. Intentó una respuesta que, en síntesis, negaba tener los pensamientos que Wissenglaube le atribuía, pero éste ni siquiera se dignó a contestarle y, a modo de despedida, me dijo:
          - Si usted nos lo pide, seguiremos trabajando para tratar de ubicar a su amigo, pero le aconsejamos que vaya pensando en dejar atrás toda esperanza respecto de su posible retorno.
          Margarita intentó detenerlo con un nuevo interrogante, pero él no lo aceptó y se retiró sin responderle. Ella se levantó de su silla y trató de seguirlo. No pudo hacerlo, porque, cuando llegó a la puerta, el teólogo había desaparecido. Dejé dinero sobre la mesa y me le acerqué. Estaba por completo absorta, mirando hacia el lado de la calle hacia donde suponía se marchó el Monseñor. Permaneció así algunos momentos. Después, tomó mi mano, apoyó su cabeza en mi hombro y dijo como en un lamento:
          - Como habrás podido comprobar, yo tenía razón; ellos te prefieren.

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