martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XX) - Novela


Cap. XX. Diciembre de 1976.

          Mi relación con Margarita se ha ido deteriorando rápida e insensiblemente. La última vez cuando nos vimos, hace ya una semana y media, le comenté que Wissenglaube me había ofrecido un contrato para que fuera a trabajar a Barcelona, donde tenía "esperándome una cátedra". El teólogo me había asegurado que se trataba de "una importante Facultad de Filosofía, cuyo Consejo Académico, después de analizar su libro, nos ha comunicado su intención de ofrecerle un puesto importante". Ella, no solo me recomendó que aceptara, sino que también me dijo que, a veces, necesitaba mi ausencia para poder vivir su vida de manera plena. Asombrado y molesto por semejante reacción, le señalé que, de aceptar, tendría que irme dentro de unos tres meses y por no menos de dos años, pero, después de una dura discusión y llorando mientras me besaba, insistió en que debía irme del país.
          - Si. Tenés que irte... No importan los plazos... Cuando estás presente, - agregó visiblemente angustiada - no me siento yo misma y nada de lo que hago me gusta ni tampoco te satisface... Si, si...  Tenés que irte lo más lejos posible.
          No hizo la mínima mención de la secuela de amenazas de muerte que, tanto yo, cuanto Carlos y otros amigos habíamos recibido durante los últimos días y tampoco pareció preocuparla que, en muchos casos, esas amenazas se hubieran concretado. La idea de haber vivido atrapado en una relación amorosa unilateral, enfermiza y absurda comenzó a cobrar forma en mi cabeza y decidí que había llegado la hora de hacer un balance acerca de cómo había comenzado y cómo se desarrolló después mi amor por Margarita. Llegué a la conclusión que, tal como estaban ahora las cosas, muy poco quedaba de rescatable y decidí alejarme de ella. No era ésta la primera vez que  considerara que tenía que dejarla y terminaba por ceder a uno de sus tantos pedidos de intentar salir adelante con nuestra pareja, pero era la primera vez en la cual una serie de hechos se encadenaban para colocarme en una situación donde tenía que decidir qué hacer definitivamente conmigo mismo. Era también la un momento cuando, como nunca antes, yo necesitaba de un fuerte apoyo de su parte y no lo conseguía.
          Durante una conversación con Carlos, tocamos ese tema o, mejor dicho, lo planteé yo, ya que él no quiso dar una opinión definitiva porque eso implicaría juzgar a alguien que no estaba presente en el momento. Me urgió, en cambio, que abandonara el país, pues tenía noticias de que mi nombre figuraba en una lista de personas a detener o aún eliminar, confeccionada por uno de los servicios de represión de las Fuerzas Armadas.
          Es difícil hacerse cargo del hecho de ser casi un condenado a muerte. Quise saber de dónde había conseguido semejante dato y respondió que se lo dijo Luis de Elizabe, el redactor de la columna semanal que, sobre la Iglesia Católica, publicaba un importante matutino de Buenos Aires. Luis lo había oído en una reunión de miembros disidentes de la jerarquía de esa Iglesia, a la cual acusaban de ser por completo oficialista, y le pidió a Carlos que me pusiera al tanto del problema, con el consejo de emigrar incluido.
          - ¿Luis de Elizabe se preocupa tanto por mí? - le pregunté extrañado.
          - ¿Qué tiene eso de raro? Alguna vez, integró nuestro grupo de estudios y te debe unos cuantos favores - contestó Carlos.
          - Tenés razón, pero, si lo que él dice es cierto, - lo advertí - tu situación no es mucho mejor que la mía, así que ese consejo también te sirve.
          - Es verdad - respondió - pero yo no tengo una personalidad pública y notoria como la tuya. Además, en mi caso, al margen de que no creo que quieran gastar pólvora en chimango, existen algunos recursos que no se dan en el tuyo.
          - ¿Por ejemplo?
          - A diferencia de lo que pasa contigo, que vivís como un lobo solitario encerrado con tus libros y tus contadísimos amigos personales, yo pertenezco a cierta estructura política que puede protegerme o sacarme de foco si las cosas se ponen muy pesadas - argumentó.
          Le dije que, tal como sucedían los hechos políticos en los últimos meses, ninguna estructura partidaria iba a protegerlo por completo, pero eso no lo hizo cambiar de opinión.
          - Si es que decido irme; - dije en otro intento por convencerlo de que el peligro no me afectaba solo a mí - ¿Te vendrías a España conmigo? Si el doctor Wissenglaube cumple sus promesas, cosa que me parece más que probable, allí podré conseguirte trabajo. De todos modos, nunca será peor que acá.
          Tomó su tiempo para contestar y respondió:
          - Si las cosas llegan al extremo de que tenga que optar entre el exilio y la muerte, no dudes de que me verás en Europa. Ahora no debo irme. No puedo dejar a un lado mi trabajo ni a la gente que está conmigo. Tampoco puedo abandonar a Diego ni a sus padres.
          - Carlos; no te ilusiones. - afirmé con alguna convicción - Diego está muerto. Entiendo que sus padres no lo acepten, pero nosotros no podemos seguir buscándolo.
          Reaccionó como si le hubiese dado un bofetón. Preguntó cómo era que yo lo sabía y de donde había sacado la información. Tratando de calmarlo, le relaté mi conversación con Monseñor Wissenglaube acerca de los desaparecidos y también comenté mi entrevista con el profesor Deferre. No hizo ningún comentario personal sobre el sacerdote, pero insistió en que nada de lo dicho por el teólogo suponía una información concreta y, en consecuencia, no iba más allá de las especulaciones que siempre se hacían en ese terreno, razón por la cual no eran argumentos suficientes como para que abandonara su búsqueda. En cuanto al profesor de Filosofía de las Religiones, su impresión fue peor que la que yo me había formado cuando quise interesarlo en una gestión en favor de Diego. Estaba seguro de que el catedrático "marcaba" alumnos para que alguno de los servicios de represión los detuvieran o "algo peor".
          - Deferre - dijo casi gritando - es un perfecto hijo de puta que colabora con los asesinos que nos gobiernan. Es un hombre de la Armada. Sabe perfectamente bien qué es lo que está pasando en nuestro país y creo que está de acuerdo.
          Yo tampoco descartaba esa posibilidad, sobre todo después que el catedrático me interrogara acerca de Diego, sus allegados y sus actividades políticas, pero prefería ser más cauto en mis juicios, ya que percibía que el ambiente de sospecha empezaba a generalizarse en todos los ámbitos donde trabajaba. Cuando nos separamos, Carlos seguía insultando al profesor.

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