martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XXI) - Novela


Cap. XXI. Mediados de febrero de 1977.

          No he vuelto a ver a mi semi pareja. Beatriz me llamó para decirme que, junto con su hermana y sus padres estuvieron todo diciembre y parte de enero en una casa que tienen en Uruguay, en un pueblito sobre el Atlántico, cerca de la frontera con Brasil. Se disculpó por no haberme llamado antes de irse y esa disculpa me hizo pensar que Margarita debió comentarle nuestro enésimo distanciamiento. Quedamos en reunirnos "en cualquier momento", pero sin fijar una fecha precisa para ello. No le hablé de mi cada vez más probable viaje a España, respecto del cual Wissenglaube ya exigía definiciones. Mis dudas con relación a emigrar comenzaron a disiparse cuando me enteré que el gobierno militar había confeccionado su propio Index de libros "indeseables" para quemarlos en un acto semi público y mi única obra figuraba editada  en ese Index. La pusieron junto a textos de Carlos Marx, Federico Engels, Lenín, Trotzky, José Stalin, Mao Tsé Tung, Rosa Luxemburgo o Chou En Lai. La acompañaban también algunos libros que solo una imaginación muy febril podía colocar en semejante compañía, como corto un ensayo sobre lógica matemática (dedicado, insólitamente, a la Virgen María), manuales de matemáticas modernas y varios textos infantiles, entre los cuales figuraba uno que se publicaba en fascículos y exponía la teoría darwiniana sobre la evolución de las especies. Debía pues considerar la alternativa de emigrar y, si me iba del país, una de mis tantas preocupaciones era qué hacer todos con mis libros y mi departamento, posesiones con importancia afectiva pero de relativo valor monetario que dejaría tras de mí cuando partiera.
            Como en mis hipotéticos planes de emigración figuraba también un ineludible retorno (cuando las cosas cambiaran, porque, sin dudas de ninguna clase, un día tenían que cambiar), trataba de imaginar el modo cómo conservar esos bienes. Ya no estaba en mi horizonte Margarita, con quien hubiera podido simular una venta. Solo quedaban Carlos y, quizás, Beatriz como personas a quienes recurrir para el mismo objetivo. Sin embargo, el primero se encontraba en una situación similar a la mía, en lo relativo al riesgo de ser detenido o eliminado por la represión militar, y la segunda era apenas una conocida a quien yo, de un modo intuitivo, consideraba confiable, pero a quien no tenía derecho en poner en una posición, no solo incómoda frente a su hermana, sino también peligrosa, tomando en consideración lo que estaba sucediendo en todo mi entorno. Indagué entre mis conocidos sobre la posibilidad de hacer un contrato con alguna ignota empresa inmobiliaria, para que ésta se encargara de alquilar mi casa durante mi ausencia. Las respuestas que recogí fueron unánimes: Debía vender inmediatamente, aún cuando fuera en un mal precio, ante la alternativa de perderlo todo, porque los "grupos especiales de tareas" que se habían creado dentro de las Fuerzas Armadas tomaban los bienes de los detenidos, desaparecidos o muertos como botín de guerra y yo estaba destinado a incorporarme a una de esas nuevas y espantosas categorías sociales. Beatriz vino en mi auxilio, ofreciéndose como adquirente de mi casa y guardiana de mi biblioteca. La previne acerca de los riesgos que podía correr con esa actitud, pero los descartó argumentando que, en el muy poco probable caso de que llegara a ser interrogada, respondería, simple y sencillamente, que "había comprado un departamento al novio de su hermana, quien se marchaba a España con un contrato de trabajo". No le pregunté acerca cómo conseguiría el dinero necesario para esa compra, pues estimaba que la herencia recibida hacía poco tiempo la había puesto en condiciones de cubrir el gasto. Por un instante, quise pensar que era Margarita quien la estaba usando para retener un lugar donde pasamos muchos momentos íntimos, pero descarté pronto esa idea porque Margarita no era del tipo de mujer de las que gustan acunar recuerdos. Fijamos un precio tentativo y quedamos en volver a vernos en el plazo de una semana para iniciar los trámites legales necesarios, para lo cual y como medida preventiva destinada a proteger a Beatriz de cualquier problema con los organismos represores, encargamos a una pequeña y casi desconocida empresa inmobiliaria la realización de todos los trámites necesarios. La política económica vigente, con un tipo de cambio retrasado a criterio de muchos, hizo que el dinero que recibiría en esa operación fuera considerable en dólares. Así, mi exilio tendría cierta base de supervivencia para sumar al contrato que me propuso el doctor Jean Wissenglaube y que ya tenía decidido aceptar. No comuniqué inmediatamente esa decisión a la consultora donde trabajaba por dos razones opuestas: Por un lado, no quería preocupar a sus dueños con mis problemas o transferirles mis miedos, pero, por otro, porque temía que algunos de los integrantes del plantel de trabajo comentara la noticia de mi renuncia y mi viaje en ámbitos ligados a los grupos de represión, haciendo que éstos aceleraran sus decisiones sobre qué hacer conmigo. Las cada vez más violentas amenazas telefónicas y escritas que recibía casi a diario, no voy a negarlo, llevaron mi paranoia hasta niveles casi patológicos, al extremo de decidir ocultar mi próximo viaje a amigos y parientes. Debo señalar a modo de justificación que esa condición mental yo la compartía con miles de personas y que no era resultado de una elucubración irracional. La sociedad entera padecía algún miedo. Miedo al quimérico triunfo de la guerrilla izquierdista; miedo a una represión que actuaba con total impunidad, apresando, asesinando o haciendo desaparecer a supuestos o reales opositores al régimen militar; miedo al desempleo por razones vagas pero reales, en tanto toda la legislación que protegía al asalariado estaba suspendida; miedo, en fin, a perder cada uno su lugar en el mundo. El único miedo que no tenía vigencia era el miedo a tener miedo. De ese modo, la sociedad argentina se me presentaba con la imagen de una forma de convivencia irracional y absurda, organizada desde la arbitrariedad y el dislate, donde todos aportábamos algo para que así fuera. La administración de la República por parte de los militares implicaba uno o varios cotos de caza reservado para ellos, dentro del cual secuestraban, encarcelaban, torturaban, mataban y robaban. Todo eso se complementaba a la perfección con la presencia de una subversión cuya conducta parecía concebida para justificar las acciones del gobierno. La población, mientras tanto, actuaba como observador indiferente, como si cuanto estaba sucediendo con muchos de sus integrantes fuera algo que no la afectaba.

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