martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XXII) - Novela


Cap. XXII. Fines de marzo de 1977.

          Todos los trámites para mi viaje a España ya están cubiertos. No tuve necesidad de gestionar o renovar mi pasaporte, porque lo había hecho un año atrás y, como también hice un viaje al exterior del país dentro de ese período de tiempo, pude evitar el realizar una gestión que percibía como riesgosa. La Embajada de España en Buenos Aires me otorgó rápidamente la visa, gracias a la mediación de Wissenglaube, quien cumplió su promesa de conseguirme un contrato académico de trabajo. Partiré, si no sucede algo imprevisto, el 16 de abril. No traté de comunicarme con Margarita ni recibí llamado alguno de su parte. Tampoco he ido a la Facultad y solicité licencia en mi trabajo, sin todavía renunciar, aún cuando puse al tanto de mi situación a Fermín García Coni, el socio principal de la consultora, con quien siempre mantuve una relación amistosa y de mutua confianza y de quien sabía que era absolutamente incapaz de "marcar" a nadie ante los servicios de información del gobierno. Fermín aceptó los hechos pero se quejó de mi silencio previo, en el cual percibió alguna desconfianza que traté de justificar diciéndole que no deseaba complicarlo con mis problemas, sobre todo porque éstos conllevaban amenazas y riesgos que yo asumía como reales. García Coni era una buena persona que, no solo comprendió mis razones, sino que terminó ofreciendo su ayuda, tanto económica, cuanto personal, "para cualquier problema que se presente, sea de la naturaleza que sea".

                                  *                       *                       *

          Únicamente Carlos y el teólogo visitan mi casa, mucho más frecuentemente el primero que el segundo. Una mañana y un tanto por sorpresa, también vino a verme Beatriz, en razón, dijo, de su necesidad de "concluir el papeleo de la transferencia de mi departamento". Supuse era un pretexto porque podíamos hacerlo en la inmobiliaria. Mi suposición se vio confirmada por el hecho de que ella no trajo documento alguno y, cuando se lo hice notar, enrojeció hasta la raíz de sus cabellos.
          - Es verdad - reconoció - pero, como me enteré que pronto te vas de la Argentina, inventé un pretexto para verte. Espero que no estés molesto, al fin de cuentas, recordarás que quedamos en encontrarnos en cualquier momento la última vez que nos vimos.
          No estaba molesto, pero me intrigaba saber cómo se había enterado de la fecha de mi partida. Respondió que la dedujo de los plazos que yo fijara para firmar los últimos documentos, pero terminó por admitir que se lo dijo Carlos, después que ella lo apremiara en tal sentido, utilizando el argumento de la transferencia del inmueble.
          - Quería que habláramos a solas antes de tu partida y conseguí que Carlos me diera la fecha de cuando te vas. Traté también de averiguar el momento cuando podía encontrarte en tu casa y él me dijo que casi no salías, así que caí por sorpresa y, por suerte, aquí estabas.
          La conversación comenzó con explicaciones de mi parte acerca de porqué eludía contactos con amigos y conocidos.
          - Han asesinado compañeros de estudio y amigos; han secuestrado colegas; quemaron, en un acto casi público, la segunda edición de mi libro; me han dicho que deje el país y, últimamente, llaman a mi casa para decirme que me van a matar. Tengo miedo y no solo por mí, sino también por toda la gente con quien mantuve alguna clase de trato. Tengo miedo que, por el simple hecho de verlos conmigo, también los incluyan en alguna de las tantas listas de sospechosos que tienen los servicios. Vivimos en una situación tal que la sospecha es suficiente para detener, secuestrar o matar a personas. No quiero que ninguno de mis amigos o conocidos pase por mi casa. No quiero que ninguna persona sufra por mi culpa.
          Ella se desentendió de mis alusiones y preguntó la causa de las amenazas que yo recibía.
          - Realmente, - contesté con sinceridad - no lo sé. No he participado en ninguna organización política ni sindical o de cualquier naturaleza semejante, que hoy sea opositora al régimen militar. Mi única notoriedad es consecuencia de ese maldito libro que provocó tanto ruido y que ahora queman. Lo peor de todo esto es que, por el mismo hecho de no haber integrado nunca algún grupo político, estoy completamente solo para afrontar estos problemas. Soy un sospechoso más entre aquellos que adquirieron tal condición por figurar en la agenda de algún dirigente de algo, posiblemente considerado peligroso también por algo o por algunos o por tener una existencia que se hizo notar o por "algo", como dijo tu prima Valeria aquella noche. No soy alguien importante, no he hecho nada que implique una amenaza para la seguridad del gobierno o de los que gobiernan. No entiendo. Solo puedo pensar que esto no es justo, pero parece que es así y, para mí, el asunto no tiene remedio. Por eso, estoy dejando que me echen de mi país porque, a decir verdad, me están echando. No creo siquiera que piensen matarme como dicen cuando me amenazan. Si realmente lo quisieran, ya lo habrían hecho, pero tampoco tengo el coraje de quedarme para comprobarlo.
          Beatriz trató de confortarme, diciendo que la locura que parecía afectar a gobernantes y subversivos tendrá que terminar alguna vez y, entonces, yo podría regresar y reunirme con mis viejas amistades.
          - Si es que queda alguno vivo...
          - Te esperaremos... No sé si todos lo harán pero yo, por lo menos, lo haré - dijo con bastante vehemencia.
          Para cambiar el rumbo de un diálogo que apuntaba hacia cuestiones que no quería que se plantearan en el momento que estaba viviendo, pregunté por Margarita.
          - No sabría decirte si ella está dispuesta a esperarte el tiempo necesario, - insistió Beatriz, sin cambiar el tono - yo sí lo haría. Margarita se ha transformado en un fantasma. Casi no la vemos. Aparece y desaparece sin aviso. Sale todas las noches y no nos dice dónde va. Mis padres ya renunciaron a preguntar nada y a mí ni siquiera me atiende. A veces, la oímos regresar casi de madrugada; entonces, saquea la despensa y vuelve a desaparecer. No tiene diálogo con nadie en casa... Creo que deberías olvidarte de ella.
          Se dio vuelta y se paró frente a la ventana del living, mirando hacia la calle, murmurando algo acerca de su disposición a aguardar mi regreso. Por un momento, me pareció que era Margarita y no su hermana quien miraba por mi balcón hacia afuera pero inmediatamente deseché eso al ver cómo Beatriz retorcía un pañuelito con sus manos. Dejé mi silla, me acerqué a ella y la tomé por los hombros. Se apretujó contra mi pecho. La levanté y la llevé al dormitorio. La timidez que ella mostraba a cada instante debió detenerme pero, en lugar de eso, me sirvió de impulso. Quería que se sintiera feliz, aún cuando solo fuera por unos momentos. El recuerdo de su hermana no llegó a interponerse. Más tarde, cuando hablamos de lo sucedido, Beatriz dijo que no me sintiera culpable pues ella era quien lo había provocado.
          - Yo vine a buscarte. Tenía necesidad de hacerlo y no me arrepiento. Nunca podré arrepentirme de esto. No quiero que te sientas obligado a nada.
          - ¿Te das cuenta - respondí - que ya estoy casi fuera del país y que no sé cuando voy a volver si es que vuelvo?
          - No importa. Cuando pase el tiempo y los dos podamos pensar mejor, hablaremos. Yo voy a esperarte siempre.
          Me había dejado sin palabras y me sentía culpable, más allá de lo que pudiera decir ella. Trataba de encontrar algún razonamiento adecuado, sobre todo porque estaba recordando a Margarita, cuando la chicharra del portero eléctrico vino en mi ayuda y, supongo, también en la de ella, porque no creo que Beatriz sintiera ningún placer en hablar de su hermana, bien o mal. Atendí. Era el doctor Wissenglaube, quien me traía una serie de documentos para que analizara y firmara ese mismo día. Expliqué a mi circunstancial huésped quién era la visita que llamaba a mi puerta y también le dije que, si quería, podía quedarse pero ella, después de pedirme le diera la fecha exacta de mi partida a Europa, se retiró, prometiendo que estaría en el aeropuerto para despedirme.
          Entre los papeles que trajo el teólogo, figuraban unas declaraciones juradas acerca de estudios complementarios de mi carrera universitaria o sobre publicaciones  realizadas en los tres últimos años, además del contrato de trabajo con una Facultad de Filosofía de Barcelona. Me disponía a firmar sin leerlos, pero el Monseñor, con tono amable, exigió que lo hiciera, con el argumento que "ningún contrato debería tener valor si el o los firmantes no conocen su contenido y sentido".
          - Así nunca podrán alegar ignorancia acerca de las consecuencias de lo que firmaron, en el caso que después se arrepientan - agregó.
          - Una vez firmado un contrato, - respondí dd modo un tanto socarrón - nadie puede argumentar un desconocimiento tal y, si lo hace, no creo que exista ningún tribunal dispuesto a aceptarlo, sobre todo si se trata de individuos sin poder político, como es mi caso.
          - No hablo de ese tipo de alegatos jurídicos - dijo él - sino de los que los hombres hacen ante sí cuando sospechan que han cometido errores y tratan de soslayarlos sin enmendar las consecuencias y sin enmendarse a sí mismos.
          Aclaré que ese no era mi caso y el teólogo asintió con un movimiento de cabeza. Firmé todos los papeles que trajo y dejamos el departamento para ir a almorzar en un restaurante cercano. Concluido el almuerzo, nos enfrascamos en una larga conversación, centrada, en lo fundamental, en las razones que tenía yo para emigrar, en las relaciones que mantendríamos en el futuro y en la situación en la cual quedaba el país que me veía forzado a dejar. En determinado momento, me preguntó si iba "con la sensación de escapar del Infierno" y, como respondí afirmativamente, dijo algo muy parecido a lo que, en otra oportunidad, había expresado para Margarita, pero sin que mediara comentario alguno por parte de ella:
          - No lo crea. No es así. Al infierno van las almas de seres que han sido elegidos dentro de ciertas condiciones y, como suponemos que usted comprende, los sufrimientos físicos y la muerte no son sus ingredientes esenciales. Las almas no son pasibles de tales castigos físicos, corporales. Lo mismo, pero de modo inverso, sucede con los elegidos de Dios y en relación con la felicidad o el placer. En su país, solo está pasando algo que es siempre peor y así no se puede definir ni siquiera si eso es obra del mal o de "El Malo", para usar una expresión literaria autóctona.
          El razonamiento era, como sucedía habitualmente con el teólogo, por completo correcto pero, como nuestro diálogo ya había derivado a cuestiones filosóficas, lo cual, dicho sea de paso, me permitía postergar o atenuar las urgencias del miedo, pregunté dónde residía la diferencia entre Cielo e Infierno, y Wissenglaube fue, por esa vez y a mi entender, harto preciso.
          - Tanto en uno cuanto, para decirlo metafóricamente, en otro "lugar", habitan seres con identidad. ¿Oyó alguna vez aquella sentencia medieval que afirma que "diabólico es todo ritual sin espíritu", es decir, todo acto realizado por un ser racional en el cual éste no se reconoce y, en consecuencia, no se siente responsable?
          Asentí con un movimiento de cabeza.
          - Si se acepta eso, - continuó - la principal diferencia entre los dos reinos residiría en que al Cielo van aquellos seres que se reconocen a sí mismos en sus obras o en su trabajo, mientras que, a la otra parte, van quienes pierden, en parte, tales productos o ven sus obras como entidades distintas de ellos, sus autores. Sin embargo, también creemos que no existen límites absolutos entre cada uno de esos dominios y las almas pueden pasar de uno a otro, sin que nada lo impida, porque ambas regiones son parte del Ser Absoluto. ¿Usted cree que un ser limitado como el hombre puede ofender a un Ser como Dios, al extremo de condenarse "in eternum"?
          Solo porque deseaba que siguiera hablando, lo interrogué acerca de cómo calificaría él la situación de nuestro suelo y respondió:
          - De perversidad, porque la perversidad no consiste en pensar que no existen reglas éticas o códigos para el actuar de un hombre respecto de otros sujetos, sino en creer que esas reglas o esos códigos son algo que existe solo para los demás, para unos "otros" genéricos. Sobre semejantes supuestos, no se sanciona al prójimo en función de reglas de juego de antemano establecidas y necesariamente compartidas, sino solo por "algo". Creo que debe haber escuchado muchas veces esa espantosa palabreja. Las almas de los seres humanos que producen o aún aceptan tal situación para sus semejantes ni siquiera están condenadas, no las espera el Infierno. Solo están perdidas, las aguarda la nada.
          Dejé que me dominara el impulso de hacer una pregunta que me estaba inquietando casi desde el momento mismo cuando conocí a Monseñor Wissenglaube, una pregunta que, si bien deslicé de modo oblicuo en varias ocasiones, nunca antes la había formulado directamente:
          - ¿Cuál es su papel en todo ésto?
          - ¿Qué importancia puede tener eso en este momento, cuando son cosas mucho más relevantes las que están en juego? - contestó sonriendo.
          - Para mí, personalmente, tiene mucha importancia el saberlo - insistí.
          Sonrió de nuevo satisfecho, pero no respondió ni propuso nada. Con tono definitorio, me aconsejó, antes de realizar una de sus acostumbras y súbitas salidas de escena:
          - Ahora, como está su situación personal, no es el momento más adecuado para resolver ese tipo de problemas. Salve usted su vida y también cumpla con su consciencia, joven amigo. Es seguro que pronto nos volveremos a encontrar en Europa y, entonces, podremos hablar más largamente acerca de nuestra identidad, como así también acerca de todo cuanto hoy lo inquieta. No tenga usted dudas al respecto... Nosotros no las tenemos.

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