martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XXV) - Novela


Cap. XXV. Fines de agosto de 1977.

          Han transcurrido tres meses y medio desde el momento cuando me hice cargo de un seminario acerca de la relación que existe entre el nihilismo filosófico y la disolución de la ética en la cultura actual. Mi trabajo tuvo buena recepción, tanto de parte de los alumnos, cuanto del consejo académico de la Facultad de Filosofía y, salvo algunas críticas referidas a cierto hermetismo de mi lenguaje, casi todos los juicios resultaron favorables. Las autoridades de la Universidad me instalaron, no bien llegué, en un pequeño pero muy cómodo departamento, a pocas cuadras del edificio donde dicto mis clases. El salario que me pagan es superior al que cobraría, en un cargo similar, en la Argentina y mi contrato incluye viajes para realizar conferencias, tanto en otras universidades de España, cuanto de Francia, Italia y Alemania, todas ellas relacionadas con el grupo académico que, sospecho, dirige Monseñor Wissenglaube.
          En la Argentina, lo sé por las cartas que me envían Carlos, el mismo teólogo y Beatriz, se dice que disfruto de un exilio dorado, pero eso no es cierto. Los exilios dorados no existen para nadie que haya sido obligado a dejar su patria, sus amigos y sus costumbres. En Barcelona, solía encontrarme asiduamente con Marcelo Espósito, apellido con "s" y no con “x” como gustaba aclarar, para hablar del pasado, por supuesto con nostalgia, y del futuro, con algunas inasibles esperanzas. Marcelo dejó la Argentina antes que yo, cuando "Isabelita" aún era Presidente de la República, tal vez porque presentía todo cuanto sucedió después. Era un periodista idóneo, además de un poeta que se preanunciaba como más que bueno. Trabaja en un diario barcelonés, tenía ya un nombre en el ambiente periodístico local, ganaba mucho más dinero que cuanto llegó a percibir en Buenos Aires en sus mejores momentos, pero lo mismo soñaba, como yo, con volver. No. Los exilios dorados no existen cuando son forzosos. Marcelo contrajo un linfoma y murió en muy poco tiempo. No digo que lo mató el hecho de haber emigrado. El linfoma no es una enfermedad psicosomática, pero él no luchó o, mejor dicho, ni siquiera quiso luchar contra su mal, el cual se lo llevó en poco más de dos meses. La sensación de soledad en la cual me sumió su desaparición fue tan deprimente que yo también enfermé y tuve que guardar cama más de veinte días por una simple gripe, contraída, además, en plena primavera y que requirió, incluso, de mi internación en un sanatorio, ante las complicaciones pulmonares que se produjeron.
          Las noticias que recibo de la Argentina, sea por cartas o por otros medios, hacen que imagine mi regreso como algo distante en el tiempo. Siguen desapareciendo muchas personas y apareciendo también muchos cadáveres. La represión se torna cada vez más indiscriminada. Estoy escribiendo un nuevo libro sobre un tema referido a las experiencias extremas del individualismo moderno, para una empresa editorial española. Hacerlo me sirve para matar el tiempo y desahogar impulsos. He adquirido el hábito de aguardar diariamente las cartas que me llegan desde mi país, como si fuera posible su arribo cotidiano. Tengo que agradecer a Beatriz que haya cumplido su promesa de escribirme. Lo hace semana tras semana y, hasta en aquellas oportunidades cuando no respondo, llega alguna de sus cartas. Nunca menciona a Margarita y tampoco yo pregunto ya por ella. La correspondencia de Carlos es algo más espaciada, entre otras cosas porque, en su caso, triangulamos los envíos: Yo utilizo la dirección del profesor Berenguer o de la Universidad y él, la de un mutuo conocido, a quien suponemos ajeno a toda sospecha de parte de los servicios de información de los militares que gobiernan la Argentina. Con este sistema, nos hemos creado una ilusión de seguridad que no sé si tiene alguna base real. Carlos tampoco habla de Margarita.
          El doctor Wissenglaube también me escribe, pero sus cartas, amén de algo más espaciadas en el tiempo, están casi invariablemente referidas a temas académicos, salvo cuando pregunta sobre cómo sobrellevo mi condición de exiliado. No comenta en detalle la situación interna de la Argentina. Sospecho que Margarita persiste en ser su alumna y quizás esté tratando de reemplazarme en aquello que ella definía como preferencias del teólogo, pero él jamás ha mencionado éste u otro hecho que se refiera a ella.
            He conocido y tratado con intimidad algunas mujeres y no he podido llevar adelante ninguna relación más o menos estable y prolongada. Tampoco, salvo con Marcelo y él ha muerto, he hecho una verdadera amistad con los exiliados argentinos que llegué a tratar o con colegas docentes. Con los primeros, la relación es más próxima al compañerismo y la complicidad que a la amistad. Con los segundos, al trato académico respetuoso, en el mejor de los casos. Poco a poco, mi vida se está reduciendo a escribir, hablar y esperar. Escribir textos para eventuales libros; hablar en mis clases sobre temas que se me autoimponen y que, a veces, poco tienen que ver con los programas generales de la carrera de la cual soy docente, y esperar el momento cuando pueda volver al país que me viera nacer y que, para bien o para mal, me transformara en lo que ahora soy.

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