martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XXXI) - Novela


Cap. XXXI. Octubre de 1983.

          Los militares tomaron su tiempo para dejar el poder. Llamaron primero, a una "reconciliación nacional", por boca de un nuevo presidente de la República, un general de apellido Bignone, quien, a juzgar por sus palabras que citaban la Biblia en el tema de " arrojar la primera piedra", debió haber estado viviendo en cualquier otro lugar del globo terráqueo y no en un país donde los asesinados y desaparecidos se contaban por decenas de miles.
          Inmediatamente después, fijaron fecha para las elecciones generales, "sin ninguna clase de exclusiones", así como para la entrega del gobierno al civil que triunfara en las mismas. Los miembros de las Fuerzas Armadas utilizaron el tiempo que les quedaba en el gobierno para cubrir sus espaldas de las casi inevitables revisiones de su actuación en el poder, dictando un ley de amnistía, tanto para ellos, cuanto para aquellos que antes calificaran como subversivos. Creo que no confiaban mucho en quienes fueron sus laderos civiles porque, si bien éstos medraron con la política económica impuesta por la fuerza y con el endeudamiento del país que esa política generó, en el momento de rendir cuentas por lo realizado, buscarían un "chivo expiatorio" y los militares tenían un perfil perfecto para ello. Quizás sospechando que tal cosa ocurriría y no obstante las declaraciones y promesas que hacían casi a diario, obraban como quien tiene "un tigre asido por la cola y quiere soltarlo pero no sabe como hacerlo".

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          Cuando por fin se realizaron esas elecciones, el candidato radical, Raúl Alfonsín las ganó por un amplio margen, hecho que fue asumido como algo bueno por casi todos los integrantes de nuestro grupo de exiliados. Implicaba, a nuestro juicio, que la sociedad argentina había aprendido el valor de la democracia, pues una amplia mayoría de nosotros consideraba que el peronismo no era una expresión genuina de la misma.
          Mi retorno ya no debía esperar. Puse en venta mi departamento en Barcelona y, por suerte, muy pronto tuve varios oferentes quienes se avenían satisfacer mis pretensiones económicas, pues las propiedades estaban, en ese momento, sobrevaluadas y mi pedido podía ser calificado como razonable. La empresa que editó mi segundo libro, del cual ya se habían colocado en el mercado dos tiradas, me propuso contrato por una tercera y firmar un compromiso por un nuevo libro, en caso que yo decidiera escribirlo. Como muestra de su buena voluntad, me adelantó algunos pagos que vencían meses más tarde. Sobre tales bases, había reunido una suma de dinero considerable para mi percepción de tales cifras y podía retornar, recomprar el que fuera mi departamento, instalarme de nuevo en Buenos Aires y tratar de acceder a alguna cátedra universitaria, pues imaginaba que la nueva administración de la educación superior volvería a aplicar los concursos de oposición de antecedentes, para designar a los profesores en las universidades nacionales.
          Mientras llegaba el momento del retorno, dediqué mi tiempo a preparar mi curriculum profesional sobre documentación certificada por varias universidades europeas y a realizar los trámites necesarios para el viaje. Me comuniqué varias veces con Carlos y con Beatriz, pero no los informé acerca de la fecha exacta de mi regreso y tampoco la hice saber a Wissenglaube cuando hablé con él. Tal vez fuera una especie de reflejo condicionado de emigrante forzoso, pero obraba como si quisiera que nadie se anticipara a mis movimientos con alguna precisión. Esa conducta también respondía a ciertas características personales, las cuales hicieron, en el pasado, que me quedara, no solo aislado frente a círculos políticos e intelectuales, sino también completamente expuesto cuando comenzaron las amenazas que me obligaron a dejar mi país.
          Carlos y Beatriz expresaron, en más de una oportunidad, su entusiasmo por mi vuelta y el teólogo realizó un último intento para convencerme de permanecer en España o "cualquier otro país de Europa", donde él se comprometía a conseguirme un trabajo acorde con las capacidades que estimaba que yo poseía. El doctor Berenguer, ya sin mucho fervor porque me trataba a diario y sabía que nada podía hacerme cambiar de planes, se sumó a los esfuerzos del Monseñor, pero solo consiguió que me comprometiera a terminar los cursos que estaba dictando (algo a lo cual yo ya había accedido, porque lo consideraba como un compromiso de carácter ético) y a efectuar una serie de cursillos de post grado durante el período vacacional argentino, para lo cual hizo preparar un contrato que firmé sin mucha convicción.
          Con todas mis cosas preparadas muy de antemano, esperé el momento del regreso.

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