martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XXXIV) - Novela


Cap. XXXIV. Marzo de 1985.

          He presentado mi curriculum académico en cuatro concursos de oposición y no fui seleccionado en ninguno. Los jurados, en todos los casos, privilegiaron los antecedentes locales, dentro de una tendencia que apuntaba a resaltar los llamados "valores nacionales", a punto tal que, en la carrera de Letras, se eliminaron cursos sobre literaturas nórdicas europeas para reemplazarlas por "Folclore Nacional". Al mismo tiempo, los viejos sectores de avanzada de la intelectualidad local realizaban reuniones de profesores destinadas al análisis de temas como "La Filosofía Latinoamericana", con la aclaración de que se estaba hablando de un "pensamiento genuinamente regional".
          Fui invitado a una de tales reuniones y, cuando pregunté si en ella se hablaría en quechua, araucano, toba o guaraní, uno de los participantes me aclaró que se presentaría el pensamiento latinoamericano como un "universal en potencia", a lo cual respondí que esa calificación provenía del idealismo alemán y de latinoamericana tenía poco o nada. Empero, la mayoría de mis objeciones fueron catalogadas de "extranjerizantes", con lo cual seguí perdiendo estimación entre los círculos intelectuales y filosóficos argentinos. En medio de mis esfuerzos por tratar de comprender cómo y cuanto había cambiado el país, sucedió otro hecho que terminó por descolocarme aún más, si ésto era posible.
          Meses antes, Mario Diebstahl, un profesor de filosofía de una universidad teológica protestante, a quien conocía desde hacía más de diez años, había sido invitado a participar de un congreso sobre Francis Fukuyama, un ex funcionario del Departamento de Estado de los Estados Unidos, quien había escrito un ensayo acerca de "El Fin de la Historia", en el cual se tomaba como punto de partida el pensamiento de G.W.F. Hegel. Mario no conocía lo suficiente al filósofo del idealismo alemán y, como suponía que yo sí, me pidió elaborara un informe que él presentaría en dicho congreso, obviamente con mi nombre y mis antecedentes.
          Accedí a ese pedido y preparé una monografía de unas veinticinco páginas. La entregué al profesor, quien me dijo que la misma sería traducida al inglés, junto con mis datos personales. Me preguntó si deseaba revisar la traducción, cosa que descarté porque mis relaciones con ese idioma son poco llevaderas.
          Pasado un tiempo, recibí una carta del doctor Wissenglaube pidiendo información sobre Mario, pues había leído un libro de varios autores, publicado en Copenhague, en el cual figuraba "un excelente trabajo sobre Hegel, realizado por un profesor de filosofía argentino". Llamé por teléfono al teólogo y pedí más datos sobre esa publicación y el Monseñor me dijo que una editorial danesa había seleccionado los cinco mejores trabajos de entre los doscientos presentados en el simposio de Chicago, para hacer un "reading". Cuando le dije que ese trabajo lo había escrito yo, contestó que no era así como figuraba en la publicación y, de inmediato, me preguntó si lo había inscripto en algún registro de derechos de autor, pues, de haberlo hecho, él mismo se ocuparía de "poner las cosas en su lugar", dadas las relaciones que también tenía en Dinamarca. Pero yo no había registrado el escrito y, desde el punto de vista legal, nada podía hacer, salvo llamar a Mario y recordarle a todos sus antepasados. Lo hice. Se deshizo en disculpas y trató de convencerme de que su nombre figuraba en la publicación por un error de los editores que sus esfuerzos no pudieron corregir, "pese a haber gastado un dineral en llamadas telefónicas, telegramas o fax".
          - Mario, - respondí en tono cortante - no voy hacer de tonto dos veces. Solo te digo que siempre he pensado que las ideas no son propiedad privada de nadie pero que hay que saber manejarlas. Pienso que tendrás serios problemas cuando te inviten a defender la posición sustentada en el trabajo, porque contiene un montón de temas implícitos, cuyos autores no han sido citados porque, para mí, resultaban obvios. Hablé este tema con el doctor Jean Wissenglaube y me ha dicho que propondrá a los daneses una reunión con los cinco autores elegidos por la editorial para que ellos fundamenten sus presentaciones. Me gustaría saber como te las vas a arreglar.
          - Ya veremos - dijo con un hilo de voz.
          - Si. Ya veremos. Yo también estaré presente, cuando esa reunión se realice. Wissenglaube me invitó para participar del consejo académico.
          Nada de todo cuanto dije era, en ese momento, cierto, pero el teólogo me lo propuso poco después, cuando le confirmé que no tenía registrado el trabajo.
          - Es usted un sujeto increíble - dijo entre enojado y divertido - ¿A quién se le ocurre entregar un trabajo que descarto era importante y creativo sin tomar ninguna clase de recaudos? Infórmenos acerca de como han sucedido las cosas y trataremos de encontrar alguna solución. Creemos que también nos debe remitir el original de esa monografía. Lo haremos circular entre algunos académicos daneses que nos son conocidos conocidos y eso provocará preguntas de muy difícil respuesta para quien supongo ya es un ex amigo.
            Sin demasiadas esperanzas, envié el escrito solicitado al teólogo, mientras trataba de comprender qué nos estaba pasando a todos quienes, antaño, fuimos personas respetuosos del trabajo del prójimo. El país al cual había regresado seguía sin enterarse de mi presencia y yo lo comenzaba a vivir como un lugar cambiado y extraño.

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