martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XXXV) - Novela


Cap. XXXV. 23 de octubre de 1985.

          A las tres de la mañana, llamó Beatriz para decirme que Margarita agonizaba y que solo le quedaban algunas horas de vida. Después de los instantes de silencio que ambos hicimos, ella pidió que fuera a verla enseguida. Accedí y nos citamos para encontrarnos, media hora más tarde, frente al sanatorio donde estaba internada su hermana. Me levanté de la cama. Fui al baño para ducharme y afeitarme. Me vestí con lo primero que encontré y salí a la calle para buscar un taxi, para lo cual tuve que caminar algunas cuadras. Todos los movimientos que hacía eran mecánicos y pausados. En los primeros momentos que siguieron a la noticia, no pensé ni sentí el peso de lo que acababan de decirme. Una suerte de tranquilidad absurda me dominaba, como si lo que acababa de enterarme estuviera sucediendo a otra persona. Ya en la calle, pasados unos minutos, conseguí un taxi. Sobre el vehículo, extendí el cuerpo cuanto pude y ensayé relajarme pero no pude hacerlo. El inminente fallecimiento de Margarita no me estaba afectando tanto cuanto yo esperaba cuando la vi por primera vez después de mi regreso a la Argentina y, por más que me lo reprochara, porque me lo reprochaba como si mi estado de ánimo fuera algo sobre lo cual debía tener pleno dominio, tomaba su muerte como algo que le estaba pasando a una persona distante, casi extraña. No sentía siquiera un fuerte resentimiento. Recordé, a modo de explicación para una actitud que asumía como incompresible en la persona que creía yo ser, que, frente a circunstancias extremas, siempre tendí a reaccionar, en un primer momento, con total frialdad, como me pasó una vez cuando caí de un tren en marcha y solo recién después de pasadas algunas horas, hizo crisis el problema. Me preparé para cuando eso sucediera con la situación que ahora vivía. No obstante, seguía preocupándome mi propia calma.
          Beatriz estaba sola, sentada en una mesa junto a una ventana del bar. Su cara no mostraba rastros de llanto pero sí de profundo abatimiento. Indicó con un gesto que me sentara y comenzó un soliloquio que sospecho tenía mucho de estudiado para no lastimarme. Al menos, esa fue la impresión que me produjo.
          - Entró en coma anoche, muy poco antes de la hora cuando te llamé. Antes de eso, tuvo unos momentos de lucidez, durante los cuales me dictó una especie de testamento y dejó órdenes acerca de qué debíamos hacer con su cuerpo. Preguntó por qué no estabas y, cuando le dije que no te habíamos avisado, se quejó amargamente. Dijo que quería verte "antes de desaparecer del todo" pero, como están las cosas, parece que ni eso conseguirá. Me deja todo cuanto le quedaba de la herencia de la tía y nos pide, porque te incluye en ese pedido, que hagamos cremar su cadáver y arrojemos las cenizas "en cualquier lugar donde nadie pueda ir a recordarla".
          Luego de las últimas palabras, Beatriz comenzó a derrumbarse. Añadió, entre sollozos, que Margarita no quería funerales de ninguna clase y que repetía constantemente que nadie vendría por ella. Dijo también que alternaba un discurso coherente con pedidos de piedad y mi nombre aparecía siempre ligado esos pedidos.
          - No creí que esto fuera a dolerme tanto - agregó, mientras seguía llorando desconsoladamente y yo tornaba a reprocharme que conmigo sucediera exactamente lo contrario -. Ahora pienso que no la quise lo suficiente cuando vivía y hasta algunas veces llegué a sentir casi odio por lo que la vida le daba a ella y a mí no. No sé qué hacer... No puedo remediar nada.
          Mientras escondía la cara entre sus manos y la bajaba hasta apoyarla sobre un borde de la mesa, pagué su cuenta y, tomándola por los hombros, hice que se levantara para conducirla hacia el sanatorio.
          - Creo que ya es hora de que subamos a verla - le dije.
          Se dejó llevar. Cruzamos la calle y, frente a la puerta de la clínica, encontramos a Juan Santillán, esperando, quizás, que alguien le permitiera ver por última vez a Margarita. Nunca supe como se enteró que ella se moría, pero allí estaba. Beatriz me miró como consultándome qué hacíamos con él. Extendí mi mano y Juan se aferró a ella. En silencio, le indiqué que nos siguiera y caminó un paso detrás de nosotros, sin decir una sola palabra. Tomamos el ascensor hasta el cuarto piso. Cuando llegamos, seguía con su actitud de casi intruso. Tomé su brazo y lo conduje hasta la sala donde Margarita pasaba sus últimos momentos.
          - Ya no hay nada que podamos hacer por ella - dije directamente al pobre enamorado siempre desdeñado.
          Su respuesta a mis palabras fue "gracias", algo que me sonó bastante absurdo, pues consideraba que se dirigía a mí para agradecerme que le permitiera vivir un momento que solamente le provocaría sufrimiento. En la sala, estaba la madre de Beatriz, quien me saludó con un movimiento leve de su cabeza. Como sucediera poco antes con su otra hija, tampoco lloraba, pero comenzó a hacerlo cuando me habló para agradecer que hubiera venido.
          - No pudimos hacer nada, por ella, pobrecita, nada... Tendrá que disculparnos el no haberla cuidado bien en su ausencia.
          No contesté. Estreché su mano y me di vuelta para mirar a Margarita. Semejaba un cadáver momificado, colocado entre varios almohadones. Sus ojos estaban cerrados, su otrora maravillosa piel era un pergamino. Bajé la mirada hacia el piso y salí al pasillo. Juan seguía parado en la puerta, esperando, creo, que lo dejaran entrar para mirarla por última vez.  Lo contuve unos instantes para decirle:
          - Pienso que no debes verla. No será un buen recuerdo.
          - Por favor, quiero hacerlo. No me importa como esté, no me importa. Debo despedirme de ella - contestó.
          Lo dejé pasar. Su estado emocional daba pena, sobre todo porque su amor por Margarita siempre fue perseguir algo total y hasta perversamente inalcanzable. Santillán salió de la sala poco tiempo después y, contra lo que yo aguardaba, no se mostró desesperado, sino todo lo contrario. Su cara mostraba calma, casi alivio.
          - Gracias y tendrás que perdonarme hermano - dijo.
          Me asombró más su comentario que su calma, pero no pregunté el porqué de ninguno de los dos. El, sin embargo, se encargó de aclararlo.
          - Había llegado a odiarte tanto. Creí que la abandonaste. No sabía lo que en realidad pasó hasta el día cuando ella nos convocara para despedirse. Recién entonces comprendí que nunca me tomó en cuenta y que, tal vez, tampoco nunca estuvo en condiciones de dar o recibir amor. Perdóname.
          Como respuesta, puse mi mano sobre y hombro y él se apoyó en ella para llorar suavemente. Le pregunté si quería ir al bar para tomar un café y conversar sobre todo cuanto estaba sucediendo, pero dijo que prefería ir a caminar solo, que volvería "cuando llegue el momento". Se marchó sin decir más. No hacía falta que lo hiciera. En ese momento, yo estaba pensando que era hasta posible que él la hubiera querido más que nadie en el mundo y eso, en más de un sentido, nos hermanaba. Al fin de cuentas, su fracaso afectivo no era tan diferente del mío, pese a que él jamás esperó nada, en tanto yo esperaba todo.
            Margarita falleció a las tres y media de la tarde de un día soleado.

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