martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XXXVI) - Novela


Cap. XXXVI. 26 de octubre de 1985.

          Acompañé a Beatriz en todas las gestiones que tuvo que hacer para cremar el cuerpo de Margarita. Con sus cenizas en una pequeña urna, con la compañía de la madre de ambas, viajamos a Claromecó, un balneario apacible y hermoso de la costa sur de la provincia de Buenos Aires, donde el sol sale y se pone en el mar y donde existe un arroyo que desemboca en el Atlántico. El padre de aquella que fuera mi pareja, a quien yo, no sé por cuales motivos, nunca llegué a tratar personalmente, quedó en Buenos Aires, enfermo y abrumado por la muerte de su hija. En el punto donde las aguas del arroyo se juntan con las del océano y en momentos cuando el sol marchaba para ocultarse, Beatriz arrojó los restos de su hermana. El viento, normal de esas playas, había amainado hasta casi desaparecer y las cenizas fueron directamente al mar. Por un instante, tuve la sensación de que el sol era más grande y rojo de lo acostumbrado y se detenía sobre el horizonte, pero inmediatamente descarté tal sensación, pues sabía que la tenemos siempre en el ocaso. De todos modos, ese enorme sol rojo, tristemente bello y detenido en el horizonte para contemplar las cenizas de ella, permanecía en mi mente como un componente necesario del ritual que realizamos y me pregunté si acaso no tendría razón Margarita cuando resentía mis explicaciones racionales, argumentando que quitaban gran parte de su belleza al mundo.
          La madre se arrodilló para rezar y Beatriz apoyó las manos en sus hombros. Yo me alejé unos pasos de las dos y murmuré una despedida con mucho de oración. Terminada la ceremonia, los tres caminamos por la playa, desde el arroyo hacia un faro que existe en el extremo este de la pequeña población costera. Creí ver la silueta de Santillán observándonos a la distancia pero pienso que debe haber sido otra jugarreta de mi imaginación, aún cuando no estoy por completo seguro.
          A modo de explicación de las razones que tuvo para elegir el lugar donde arrojó las cenizas de Margarita, Beatriz me contó que Claromecó era el balneario donde sus padres pasaban las vacaciones de verano, cuando ella y Margarita eran niñas.
          - Tengo de este sitio el mejor de los recuerdos. Aquí fuimos realmente hermanas, sin disputas graves ni celos. Aquí, nuestra convivencia fue siempre amable. Solo por eso quise traerla. Pienso que quizás también ella lo hubiera deseado. Recuerdo cuando caminábamos por la playa, más allá del faro, tratando de llegar a un cementerio de caracoles que existe algunos kilómetros hacia arriba. Nunca pudimos llegar solas, hasta cuando un día nuestro padre nos llevó en su coche y juntamos caracoles que, en ese entonces, me parecieron enormes pero que ahora, cuando los miro en casa de mi familia, no me impresionan tanto... Bueno, no creo que estos recuerdos te interesen mucho...
          Le dije que se equivocaba, que esos recuerdos me presentaban una parte de la vida de su hermana que nunca tuve y ella, luego de observarme detenidamente, prosiguió contando algunas anécdotas simples, como cuando su padre las llevaba por el bosque que rodea la zona y les decía, en un tono de broma que ellas dudaban aceptar, cuál era la casa del lobo.
          - Deberías haber conocido a nuestro padre cuando estaba sano. Era un hombre amable y con un sentido del humor estupendo. Ustedes se hubieran llevado bien, estoy segura. A veces, Margarita le hablaba de tu persona y él, siempre suspicaz con nuestros pretendientes, nunca se quejó por tu presencia en la vida de ella... ¿Por qué no te lo presentó?
          - No lo sé. Nunca hablamos de eso. Creo que me hubiera gustado conocerlo pero Margarita siempre se comportaba como si estuviera sola en el mundo.
          La madre nos interrumpió. Dijo sentirse descompuesta y dejamos nuestra conversación para llevarla a un viejo hotel, donde se encerró a descansar. Después de asegurarse que su malestar no era de cuidado, Beatriz propuso que saliéramos para poder mostrarme los lugares donde pasaron parte de su infancia ella y su hermana. Cuando llegamos a una plaza que supongo era la más céntrica, señaló un restaurante con techo de paja, ubicado en una de las esquinas, y comentó que en ese lugar solía ir a comer con sus padres. Se alegró que estuviera abierto y propuso que nos sentáramos a conversar y, eventualmente, cenar algo liviano. El dueño del local vino apresurado a atendernos y sus primeras palabras fueron para explicar que el menú estaba reducido a emparedados, porque todavía no era temporada de veraneo. Lo mismo decidimos entrar y sentarnos a comer y charlar.
          Nuestro diálogo estuvo poblado de silencios, pues ninguno de nosotros creyó adecuado el momento para retomar cuestiones que habían quedado inconclusas. Margarita fue un tema inevitable y también central de toda nuestra conversación. Parcial y progresivamente, me fui enterando de algunos aspectos de su conducta durante mi exilio. No conseguí que Beatriz me presentara un cuadro completo de todo lo sucedido pero expuso algunos indicios que, sumados a ciertos comentarios que hicieron Carlos y el doctor Wissenglaube, fueron configurando un perfil humano que distaba mucho del que yo atribuyera, hacia ya largo tiempo, a mi casi pareja. Supe también que Margarita había dejado un diario personal que, en un primer momento, pidió se me entregara, pero que después dejó librado a la voluntad de su hermana el hacerlo o no.
          Pasada la medianoche, regresamos al hotel. Ella fue a ver cómo estaba su madre y quedó acompañándola. Yo me retiré a mi habitación, donde quedé insomne hasta casi la hora de levantarnos para desayunar y retornar a Buenos Aires. Antes de tomar el camino de regreso, volvimos a la playa, para visitar el lugar donde arrojamos las cenizas y, como hiciera durante el atardecer de la víspera, me mantuve a unos pasos de distancia de Beatriz y su madre, quienes llevaron flores que dejaron caer al mar. El paisaje, sin embargo, ya no era el mismo. El viento arrastró esas flores y un sol más pequeño daba sobre nuestras espaldas, cuando mirábamos en dirección del arroyo. El lugar, empero, mantenía la belleza de siempre y quise creer que el alma de Margarita había encontrado, por fin, un sitio adecuado para su descanso.

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