martes, 9 de agosto de 2011

EL HEREJE



Prometeo: Por mí los mortales dejaron de
mirar con terror la muerte.

Coro de Oceánides: ¿Qué remedio hallaste
para tan terrible mal?

                Prometeo: Hice morar entre ellos ciegas
                                esperanzas.

                Esquilo,  PROMETEO ENCADENADO

                Cuando aún faltaban quince minutos para que sonara el despertador, puesto para las siete de la mañana, abrió los ojos y se inclinó para mirar a su esposa, quien seguía durmiendo.
                Siempre le pasaba lo mismo. Su organismo estaba programado para despertarse a esa hora, pero no se atrevía a prescindir de la chicharra del reloj por temor a quedarse alguna vez dormido y llegar tarde a su empleo.
                Se levantó en silencio y, luego de pasar por el baño para orinar, ducharse y afeitarse, fue hasta la cocina, donde exprimió dos naranjas, tostó algunas rebanadas de pan con salvado, sacó manteca y miel de la heladera, puso todo sobre una bandeja y lo llevó al dormitorio, para desayunar acompañado por su mujer, como lo hacía todos los días antes de ir a trabajar y pese a que ella recién tenía que salir por la tarde, pues dictaba Historia Argentina en una escuela secundaria cercana.
                Luego de terminado el rito de desayunar mientras conversaban acerca de temas por lo general centrados en los respectivos trabajos, él se puso su traje gris pizarra, su camisa celeste y su corbata azul oscuro con pequeños puntos blancos, repasó sus zapatos negros, se despidió de su mujer y marchó hacia las oficinas de la empresa donde tenía el cargo de contador, en función de un título similar, logrado en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, hacía ya más de treinta años.
                Iba caminando, pues vivía a pocas cuadras. No lo molestaba esa rutina permanente, pese a lo cual no estaba completamente conforme de la carrera que había hecho en la firma, ya que estimaba no haber logrado las promociones que, más allá de toda duda, merecían su idoneidad y sus esfuerzos.
                Llegó diez minutos antes de la hora de entrada y se metió en la cabina de vidrio que tenía por despacho. Reordenó algunos papeles, telefoneó a su casa para volver a saludar a su mujer y se preparó para enfrentar la jornada.
                El resto de los empleados comenzó a ingresar, algunos dentro del horario establecido, otros con algún retraso. Todos lo saludaron, mirándolo como se mira una presencia ineludible.
                Tomó los papeles que tenía frente a sí, cargó un programa en su PC e ingresó los datos que figuraban en esos papeles. Llamó por un interno a su secretaria y le preguntó por uno de los gerentes generales de la firma. Como respuesta, ella le dijo que “el señor García Coni tuvo que viajar a Mendoza, por un problema que apareció en un acuerdo firmado con una empresa chilena”, a lo cual agregó que no estaba fijada la fecha de su regreso.
                Pidió a la mujer que viniera a su despacho y ésta contestó que lo haría “no bien terminara de tomar el café recién servido”. Pensó que una respuesta semejante por parte de un subordinado merecía alguna clase de reconvención, pero no tomó medida alguna al respecto porque era consciente de que sus compañeros de trabajo, sobre todo sus subalternos, lo apreciaban pero no lo temían.
                - El temor - pensó pero no lo dijo por timidez - se interpreta como respeto en toda estructura empresarial. Los directivos creen que, si no se los teme, tampoco se los respeta y yo he olvidado muy a menudo esa premisa. He aquí una de las causas de un muy lento ascenso dentro de la firma.
                Inmediatamente olvidó ese razonamiento - el cual no hacía otra cosa que amargarlo - y se dedicó a solucionar los problemas contables que sus empleadores le habían presentado, tarea que terminó antes de lo previsto, como era su costumbre.
                Alrededor del mediodía, bajó a almorzar en un pequeño restaurante cercano, acompañado por un ayudante que le habían endosado y que él no necesitaba, un estudiante de economía que la empresa había contratado para una pasantía por la cual prácticamente no tenía que pagar un sueldo y sí podía reducir algunos impuestos, así como por su secretaria, quien era una escolta constante en tales ocasiones.
                Estuvieron allí alrededor de una hora. Cuando retornaron a las oficinas, notaron cierto revuelo entre el personal. Preguntó qué estaba sucediendo y, por toda respuesta, uno de los empleados de jerarquía intermedia, le señaló una circular emitida por el directorio de la empresa y que habían dejado sobre cada uno de los escritorios.
                Se sentó de nuevo en su despacho, bajo la mirada atenta de sus compañeros de trabajo, quienes parecían aguardar una reacción de su parte como señal para actuar. Tomó el papel y lo leyó con la misma atención que prestaba a cualquier documento que llegara a sus manos. Era una nota escueta en la cual se informaba que, por razones de reestructuración general, todos los empleados pasaban a situación de disponibilidad.
                Su primera reacción fue pensar que, obviamente, él no estaba incluido en ese listado de prescindibles. Hacía casi treinta años que trabajaba en la empresa y, en ese período de tiempo, había mostrado honestidad e idoneidad en sus tareas, al punto que los pocos y pequeños errores que cometió podían contarse con los dedos de una sola de sus manos; había acatado todas y cada una de las directivas conn medidas de perfeccionamiento técnico del personal, siempre superando las pautas fijadas en esa materia; había, en ciertas ocasiones, reemplazado a los directivos en funciones ejecutivas y lo había hecho bien. Su perfil era, a su juicio, el de un miembro irreemplazable dentro del plantel de la empresa.
                Pero entonces; ¿porqué esa notificación aparecía sobre su escritorio?
                La pregunta inevitable se tradujo en un principio de angustia rápidamente cortado por un llamado desde presidencia para que subiera un piso, pues el titular de la firma quería hablar personalmente con él.
                Reordenó los papeles con gesto maquinal, se acomodó la corbata, miró sus zapatos para comprobar si estaban limpios, eludió el ascensor y subió por las escaleras.
                El presidente lo aguardaba en su despacho escoltado por dos miembros del directorio.
- Don Santiago - le dijo a modo de saludo - descontamos que usted recibió y leyó la circular que hoy distribuimos entre el personal.
                Asintió con un movimiento de cabeza y se mantuvo silencioso.
                Mientras aguardaba la continuación del discurso del directivo, recordó que la persona que ahora tenía delante no había hecho la empresa que ahora presidía, sino que la heredó de su padre, quien cierto día lo trajo a su despacho y le pidió que “lo fuera educando en la tarea empresaria”.
                Se configuraban ante él imágenes del pasado y veía en ellas a su interlocutor como un muchachito tímido, apocado y no demasiado brillante.
En pocos segundos, el titular de la empresa retomó el hilo de una exposición, sin dudas pre elaborada, y lo informó en tono condescendiente que, dados sus antecedentes, se reservaba para él un tratamiento especial.
                La frase hizo que recobrara parte de su ánimo y decidiera preguntar cómo sería ese tratamiento.
                Después de una larga introducción, en la cual se hablaba de los tiempos que corren, de las renovaciones estructurales en las economías de todos los países, “circunstancias de las cuales no puede abstraerse ninguna empresa a riesgo de tornarse poco competitiva y desaparecer” y de “la necesaria inserción en una economía globalizada”, le respondieron que sería mantenido en sus funciones "con algunas variantes".
                Quiso saber cuáles serían esas variantes y le dijeron que, en adelante, trabajaría bajo un contrato particular, el cual sería renovado semestralmente.
                - Veamos si entiendo bien - dijo de modo sarcástico - ¿Eso quiere decir que todos los años que he pasado aquí trabajando desaparecen de golpe, como si nunca hubieran existido?
                - No. No es así - contestó uno de los laderos del presidente de nuevo en tono condescendiente -. Es en homenaje a esos antecedentes que hemos decidido mantenerlo dentro de un plantel que será reestructurado totalmente y donde son muy pocos los que quedan ... Casi todos jóvenes. Si las cosas marchan como esperamos, usted estará trabajando con nosotros hasta cuando esté en condiciones de retirarse.
                - Y todo eso, supongo, figurará en el contrato que me proponen firmar - dijo no sin cierta ironía, porque adivinaba la respuesta.
                - Comprenderá usted - contestaron a coro sus tres interlocutores - que no es posible hacer una excepción como esa, cuando el resto del personal que conserve su puesto estará bajo pautas que responden a las nuevas condiciones de empleo de la firma. En este terreno, no podemos ni debemos hacer diferencias.
                Una ira sorda comenzó a invadirlo pero pudo controlarla y pidió un día de plazo para dar una respuesta, arguyendo tenía que quería consultarlo con su esposa.
                Cuando salió del piso donde funcionaba el directorio de la compañía, le dolían las palmas de las manos de tanto apretar los puños.

                *                             *                             *

                Durante el resto de la jornada, no hizo absolutamente nada, algo por completo desacostumbrado en él y que llamó la atención de sus compañeros de piso.
                Se retiró de la empresa alrededor de las tres y media de la tarde (el horario de salida era a las cuatro) y, en lugar de ir a su casa, donde sabía que no había nadie, pues sus hijos trabajan y estudiaban y su mujer estaba en el colegio dictando alguna de sus clases, se detuvo en un bar cercano, donde solía compartir un café con un conocido, casi amigo, con quien charlaba de temas por lo general banales.
                Necesitaba un confidente y, para su fortuna, ese casi amigo estaba sentado en la mesa habitual, garabateando alguna prosa sobre un cuaderno de apuntes, porque era un periodista que aspiraba ser escritor.
                Saludó desde la puerta de entrada y recibió como respuesta una amplia sonrisa y un “hola don Santiago”. Se sentó en la mesa de modo de poder mirar hacia la calle, pidió un cortado al mozo que se había apresurado en ir a atenderlo y, después de unos momentos de silencio, inició su letanía:
                - Amigo, me perdonará si me nota deprimido. Hoy tuve una sorpresa muy desagradable en mi empleo. Me han comunicado que soy casi prescindible, lo cual es como decirme que mi vida de trabajo fue un esfuerzo inútil.
                -¿Qué quiere decir con eso de casi prescindible? - preguntó el circunstancial anfitrión acentuando la palabra “casi”.
                - Ofrecieron mantenerme en mi cargo a condición de firmar un contrato, renovable semestralmente y, aún cuando no me lo dijeron con esas palabras, rescindible en cada oportunidad cuando venza.
                Un nudo en la garganta hizo que detuviera el discurso para recomponerse, luego de lo cual siguió hablando:
                - Créame usted, no lo esperaba. Hace unos treinta años que trabajo en esa empresa y nunca he faltado sin justificación, no he cometido errores importantes en mis tareas y he demostrado mucha más idoneidad y más dedicación que la inmensa mayoría de los integrantes de la firma, incluyendo a los actuales directivos, pero parece que ahora eso no importa, no sirve para nada.
                - Es una situación bastante generalizada - contestó con tono neutro el periodista - En el diario donde yo trabajo, está pasando exactamente lo mismo. Yo tampoco sé si voy a conservar mi empleo por mucho tiempo.
                - Pero desconocer mi antigüedad y mis esfuerzos de años - insistió sin atender lo que el otro decía - es como desconocer mi vida de trabajo, mi persona, mi dedicación a la empresa. Yo no he sido nunca otra cosa que un hombre de trabajo.
                - Disculpe que le diga esto, don Santiago. No quiero ser cruel, pero me parece que es un poco tarde para caer en la cuenta de cómo ven hoy los empresarios su relación con los empleados - dijo el proyecto de escritor y, luego de mirar detenida y piadosamente a su casi amigo, prosiguió ahora con vehemencia:
                - La ideología económica actual se parece demasiado a una religión. Tanto se parece, que ya casi lo es. Es la religión del dinero, de la ganancia por sobre cualquiera otra consideración y tiene sus mandamientos. Es una religión porque nadie, ni siquiera sus sacerdotes, revisa los supuestos en los que se basa y sus mandamientos vienen disfrazados como “leyes del mercado”. Quien no los cumple o se atreve a no creer en ellos queda fuera de esa religión y comete una herejía. Entre esos mandamientos, figuran no querer un salario digno, porque quien así lo hace afecta el progreso; bajar la cabeza ante los poderosos, porque ellos timonean la nave del progreso; no pedir leyes que atiendan las necesidades de todos los ciudadanos, porque esas leyes son regulatorias y toda regulación también atenta contra el progreso; no desear que los poderes económicos vivan dentro de la ley, porque eso detiene el progreso; joder al prójimo antes que él lo haga contigo, porque eso es competencia y la competencia es la madre del progreso; en síntesis, hay que renunciar a vivir dignamente porque dignidad y progreso no riman. Qué quiere que le diga, me cago en ese progreso que solo sirve para reventar a la gente.
                El periodista calló, lo miró y, como Santiago se mostraba reconcentrado, mirando el fondo de la taza de café, decidió continuar su arenga.
                -¿Quiere que le diga lo que creo esperan de usted estos sacerdotes de la nueva creencia?
                - Por favor... - musitó Santiago.
                - Esperan que usted les entregue toda su vida y, cuando lo haga, ellos, como una graciosa concesión, le dirán qué puede hacer o no hacer con ella.
                - No lo voy a permitir - dijo el contador más para sí mismo que para su interlocutor.
                - Entonces, se transformará en un hereje, en alguien que no pertenece a la religión oficializada - sentenció el otro.
                Abrumado por el diagnóstico que acababan de darle y que implicaba la desaparición de su historia personal y transformar su futuro en una nebulosa, se fue del bar murmurando un saludo.
                Caminó durante horas, tratando de encontrar razones para actuar de un modo que él estimaba digno. Llegó a su casa más tarde de lo acostumbrado y encontró a su mujer preocupada. Se disculpó y explicó las razones de su tardanza, narrando cómo había sido su tarde en la empresa.
                La esposa lo escuchó paciente y, como único comentario, dijo:
                - Si te quedas trabajando en esas condiciones, te vas a enfermar y yo no quiero que te pase eso. Además, ya hemos vivido alguna vez con menos de lo que ahora ganamos y podemos volver a hacerlo... Los chicos ya son grandes, trabajan y no necesitan que les demos nada.
                Él no se sintió sino que se supo o se redescubrió amado, porque a su edad es más lo que se sabe que lo que se siente. De todos modos, una suave pero profunda emoción ganó su pecho.
                Cenaron en silencio y se fueron a acostar de inmediato. Santiago no durmió en toda la noche, no por la preocupación de perder su trabajo, sino por aquella emoción semi adolescente, parecida, solo parecida, a la que lo invadió la primera vez que se sintió enamorado y correspondido.
                Al día siguiente, cuando entró en la empresa no fue, como era habitual, a su despacho, sino que subió directamente a las oficinas del directorio para decir al presidente de la firma que no aceptaría la propuesta de la empresa.
                - Mire don Santiago que le estamos ofreciendo el máximo posible, dentro de las pautas que hemos establecido para todo el personal - argumentó aquel.
                - Su máximo es poco para mí - respondió desafiante -. Económicamente, es darme en cuotas una indemnización que ya me corresponde por ley y, de paso, ahorrarse unos cuantos pesos. No olvide que he sido contador de esta empresa por largos años. Moralmente, bueno... Moralmente, prefiero no decir lo que estoy pensando por respeto a su padre que fue mi amigo.
                El empresario simuló no haber oído el último comentario y siguió hablando con un tono que quería ser convincente.
                - Mejor que lo piense bien y vuelva a hablar con su mujer y sus hijos. Si cree que el monto de su indemnización será elevado, recuerde dos cosas: Primero, que es mejor un mal acuerdo que un buen juicio, y, segundo, que perder un trabajo es hoy un pecado grave, casi una herejía.
                Santiago recordó su conversación con su amigo periodista y sonrió para sorpresa del otro.
                - No importa - contestó -. He descubierto que soy un hereje y eso me hace sentir digno. Tal vez usted no me entienda, pero no puedo dejar atrás mi identidad ni abandonar toda esperanza. Si eso es una herejía, estoy seguro que debo ser un completo hereje.
                - Usted tiene responsabilidades que van más allá de su persona, como su esposa y sus hijos - insistió el presidente.
                - Usted tiene responsabilidades más grandes con las personas que trabajan en su firma y ellas son muchas más - contesto con una violencia que lo asombró pero que lo hizo sentir bien.
                El dueño de la empresa también se asombró por el tono empleado por el contador, pero lo pasó por alto, para insistir en su postura.
                - Es por ese motivo que procedemos como procedemos. Si actuáramos de otro modo, llegaríamos a un situación donde todos quedaríamos en la calle.
                - Le dejaré algo en que pensar - dijo Santiago desechando por completo la argumentación del otro -. Si, como ustedes consideran, no tengo aquí un pasado, tampoco tengo responsabilidades por nada. Si mi ayer no existe, mi hoy es un cuaderno sin escrituras. Sin historia, no soy responsable por nada de lo que haya hecho o dejado de hacer. Sin un pasado, tampoco tendré expectativas y, así, no puedo forjar esperanzas de ninguna clase. Pese a mi edad, aún a mis años, la vida se nutre de esperanzas... Hasta la vida de un hereje o, sobre todo, la de un hereje, porque ahora parecería que es un hereje todo hombre capaz de creer que debe esperar del mundo más que sus semejantes.
                Mientras el directivo lo miraba boquiabierto, se marchó tan bruscamente como había entrado.

Del libro de cuentos "Vidas tangenciales" de Raúl Pannunzio

No hay comentarios:

Publicar un comentario