martes, 9 de agosto de 2011

EL JUBILADO


                Había sobrepasado con holgura la edad necesaria para jubilarse y “gozar de un merecido descanso” pero no deseaba hacerlo, tanto porque amaba su trabajo, cuanto porque la mayoría de sus amigos y conocidos que lo hicieron estaban llevando una vida gris o se habían muerto, quizás por el aburrimiento que produce en muchas personas el no tener ya un lugar determinado en la vida.
                No era pues algo que esperaba o deseaba, pero lo forzaron a retirarse. La reestructuración de la empresa donde trabajaba implicó, como todas las reestructuraciones de esa naturaleza en el presente, despidos, retiros o jubilaciones forzadas y él no pudo escapar a las generales de la ley.
                Un día cualquiera por la mañana, lo llamaron del directorio de la firma para comunicárselo “de forma personal”, quizás como un acto de condescendencia, ya que llevaba en ese lugar más de treinta y cinco años como empleado. No le entregaron, sin embargo, el clásico reloj de oro que antaño se daba a los eméritos, porque la dirección de la firma estaba embarcada en un plan de minimización de costos. Él, consciente de eso, no pudo sino admitir la racionalidad de la medida, de la misma manera como siempre había admitido la mayoría de las decisiones de sus jefes.
                Por la tarde, después terminado el horario de trabajo, tuvo tiempo suficiente para meditar acerca de su nueva situación pero no exigió ni obtuvo mucho de una imaginación subordinada, desde siempre, a aceptar las cosas como venían, sin preguntar el porqué de las mismas.
                Anduvo largo rato, quizás por vez primera, sin rumbo definido por una ciudad a la cual nunca había recorrido por el simple placer de hacerlo, sin que algún motivo razonable lo forzara, y a la cual nunca había mirado con interés.
                Cenó en un pequeño restaurante donde pagaba mensualmente sus consumos y se marchó hacia su casa al despuntar la noche. Nadie lo esperaba, pues su mujer había muerto hacía más de cinco años y sus dos hijos vivían en el exterior, hacia donde marcharon en busca de mejores posibilidades económicas.
                Después de dar algunos pasos en su cuarto, encendió el televisor y buscó alguna película vieja, exenta de las escenas de violencia y sexo que se han tornado tan comunes en el cine de producción reciente. Terminó apagando el aparato, pues no halló nada de su agrado. Se recostó sobre dos almohadas, una costumbre que adoptó después de la muerte de su esposa, primero, como un modo de sentirla cerca, pues una de esas dos almohadas era la que usaba ella, y, después, sencillamente porque le resultaba cómodo. Trató de meditar acerca de cómo sería su vida fuera de su trabajo pero no lo consiguió pues se quedó dormido algunos minutos más tarde.
                Poco antes de las cinco de la mañana, estaba despierto y, ahora con un poco más éxito, hizo una suerte de proyección de su vida futura, proyección que, como todas las de esta naturaleza, no contemplan una muerte pronta.
                Tenía algunos bienes, no muchos, reunidos con esfuerzo durante épocas del país cuando todo se hacía mal pero se vivía bastante mejor, y eso le garantizaba que no pasaría apuros económicos mientras tramitaba su jubilación. Sus hijos habían hecho carrera; el mayor, en los Estados Unidos como médico, y el menor, en Francia, como docente universitario, lo cual implicaba que no necesitarían de su ayuda, por lo menos en lo relativo a dinero. Pensó que podría visitarlos cuando dejara por completo de trabajar y esa idea lo sedujo, sobre todo porque percibía su realización como todavía lejana en el tiempo.
                Desayunó, como todos los días, en el mismo lugar donde solía cenar también cotidianamente. Tomó un diario y lo leyó, comenzando por las noticias policiales - que ahora venían, más a menudo de lo deseable, teñidas por la política - y siguió con las deportivas. Hubo un tema, referido a una Ley denominada de “solidaridad previsional”, que llamó su atención y que, según su interpretación, establecía que el Estado pagaría las jubilaciones en función de los montos circunstancialmente recaudados. Se sintió inquieto, pues su interpretación de dicha Ley decía que aquellos jubilados que percibían mayores cantidades de dinero deberían ceder parte importante de sus derechos en favor de quienes recibían jubilaciones mínimas.
                - Esto es una injusticia a todas luces - dijo en voz alta, pues quería que todos lo supieran -. Ahora resulta que yo, que he trabajado y aportado a las cajas durante casi cuarenta años, tengo que financiar a otros que aportaron mucho menos o nunca aportaron.
                Un parroquiano a quien conocía por verlo llegar al lugar casi a la misma hora que él y con quien a veces conversaba, por lo general de temas culturales, luego de saludarlo con amabilidad y sentarse para acompañarlo, trató de explicarle, tanto en qué consistía la “Ley de solidaridad previsional”, cuanto de donde derivaban los problemas de recaudación de las cajas de jubilación.
                - No se trata - señaló el circunstancial compañero de mesa - de que los menesterosos estén quitando su parte a quienes merecen recibir una jubilación digna, sino de que el Gobierno Nacional hizo dos cosas: Primero, redujo a casi nada los aportes que tenían que realizar los empresarios; segundo, privatizó las cajas, con lo cual el Estado dejó de percibir enormes cantidades de dinero. A usted no lo roban los más pobres. Si alguien lo está robando, esos son los más ricos.
                Escuchó por educación mezclada con cortedad y, por esas mismas causas, no respondió el argumento de su interlocutor, al cual interpretaba como una versión un tanto oblicua de los hechos.
                Al salir del local en dirección a la firma donde todavía era empleado, seguía pensando que era una injusticia que él, con sus aportes de décadas, tuviera que solventar las necesidades de aquellos quienes aportaron mucho menos o no aportaron nada.
                Cumplió horario completo, solucionando todos los problemas que le presentaron y otros que no pudieron superar algunos de sus compañeros de trabajo, sin detenerse a considerar, aún cuando solo fuera unos momentos, su nueva situación.
                Muy de tanto en tanto, venía a su mente el problema de la “solidaridad a la fuerza” fijada para la distribución de lo recaudado en materia previsional, pero eso no hacía que desatendiera su labor.
                Se retiró, más cansado de lo habitual, hacia las cuatro de la tarde y no se detuvo en ninguno de los lugares donde solía perder tiempo, sino que fue directamente a su casa.
                No bien entró encendió el televisor. Para su alegría, estaban pasando una película bastante vieja, de esas que llegaron a entusiasmarlo cuando joven y se acomodó para mirarla. No logró hacerlo, tanto porque lo que veía en la pantalla no se correspondía con sus recuerdos, cuanto porque el cansancio hizo que pronto lo invadiera un cierto sopor que terminó en una suerte de pesadilla, emparentada con los hechos que tuvo que vivir durante los últimos días.
                En ese sueño, se veía a sí mismo parado en una playa amplia, donde las tortugas depositaban una cantidad enorme de huevos, los cuales, casi inmediatamente ya que los sueños son atemporales, se trasformaban en pequeñísimos hijos de aquellas.
                Contemplaba contento ese fenómeno, pensando que todo aquello que se siembra da frutos, cuando escuchó un chillido que hizo que se diera vuelta. Detrás de él, en formación militar, estaban paradas cientos de gaviotas, las cuales de pronto remontaron vuelo y se lanzaron sobre las pequeñas tortugas que corrían hacia el mar y las devoraron. Repentinamente, cesaron la caza y se posaron sobre los montículos de arena. Se transformaron en desarrapados que lo miraban fijamente. Despertó gritando “no, no me hagan eso”.

                *                             *                             *

                Pocos meses después del día cuando lo citaron sus patrones para obligarlo a retirarse, dejó su puesto en la empresa e inició los trámites jubilatorios. Recién un año y medio más tarde, lo llamaron de la caja para comunicarle que ya podía comenzar a percibir su nueva mensualidad y que el monto de dinero a cobrar, en la primera oportunidad cuando lo hiciera, era acumulativo con relación al tiempo que tuvo que aguardar, todo lo cual implicaba una suma importante para sus necesidades presentes.
                Por un momento, hasta se sintió contento y pensó que, con la cantidad de dinero que tenían que pagarle, podía irse al exterior para visitar a sus hijos pero enseguida desechó semejante idea, convencido de que su tiempo para viajes había concluido hacía mucho, con la muerte de su mujer. Viajar solo no tenía sentido alguno, aún cuando fuera para volver a ver a los hijos.
                Hizo su primera visita al banco donde debían pagarle y comprobó que sus ingresos eran menores, no solo de lo esperado, sino también de lo que le informaran cuando inició los trámites jubilatorios. Había reducciones por gastos administrativos y comisiones, pero él culpó a "aquellos que no hicieron las cosas como debían haberlo hecho y que ahora vivían de los esfuerzos de muchos años de otros".
                - Es muy injusto - repitió en voz alta - que yo tenga que subsidiar a un montón de inútiles que no obraron correctamente, como lo hice yo.

Del libro de cuentos "Vidas tangenciales" de Raúl Pannunzio

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