martes, 9 de agosto de 2011

EL PATRÓN


                - Venir a insinuarme que soy un viejo fósil en mi propia cara y quererme enseñar como manejar mi empresa, justo a mí que me deslomé durante muchos años para tener lo que tengo es una falta total de respeto - gritó don Matías Rocca -. Es una pobre muerta de hambre a quien di trabajo solo por consideración a su familia y así me lo paga.
                Esos gritos no tenían como destinatario alguien presente, pues María Estévez, la empleada de quien hablaba, se había marchado hacía unos minutos dando un portazo. Expresaban una sentencia en voz alta para el resto del personal de la fábrica, una advertencia de lo que podían esperar quienes osaran poner en duda su condición de dueño y patrón y también era, por encima de todo eso, un comentario por completo sincero.
                María Estévez tenía veintinueve años y había ingresado a la planta hacía ya casi una década. Comenzó en una de las líneas de empaquetado como simple operaria y, en poco tiempo, ascendió a encargada de sección, con cuatro personas bajo su mando, porque había demostrado ser muy responsable, además de bonita e inteligente, y poseer condiciones para el liderazgo. Dos años más tarde, la nombraron subjefe de personal, por motivos similares y porque había terminado una carrera terciaria dictada por el Ministerio de Trabajo, la cual le significó el título de Perito en Relaciones Laborales.
                Contó siempre con el apoyo y la simpatía de don Matías, simpatía no del todo exenta de algunas expectativas que el tiempo y la seriedad de la empleada fueron apagando, sin que llegaran a ser reemplazadas, al menos en lo inmediato, por los resentimientos que suelen aparecer en situaciones similares.
                El empresario se sentía un hombre de mundo, lo suficientemente amplio de criterio como para asimilar determinados rechazos. Nunca había sido un individuo rencoroso y no veía motivos para comenzar a serlo. Por otro lado, la joven rendía más que el mejor empleado de la empresa.
                La relación entre patrón y empleada comenzó a tornarse conflictiva cuando, apremiado por los tiempos de cambios estructurales y la moda de la llamada modernización productiva, don Matías adquirió nuevos equipos, aumentó de manera sensible el ritmo de producción de su fábrica y se planteó la posibilidad de declarar prescindible la mitad de sus operarios. A criterio de unos técnicos especialmente contratados para analizar esa posibilidad, la empresa tendría que despedir gente si pretendía seguir siendo competitiva, tanto nacional, cuanto internacionalmente.
                De los ciento cincuenta empleados, por lo menos ochenta tenían una antigüedad que se contaba por décadas, con lo cual se creaba un serio conflicto, no estrictamente laboral, sino conceptual y económico, porque echar a los más viejos resultaba caro en función de la indemnizaciones que habría que pagar y hacerlo con los más jóvenes iba en contra de la tendencia del pensamiento empresarial vigente, proclive a privilegiar la juventud, no porque ésto significara pensar en un futuro desarrollo, sino porque los jóvenes no están contaminados por años de protección de una legislación pensada por y para los sindicalistas. Además, a la larga, los jóvenes serían mucho más baratos, en el caso que hubiera que despedirlos.
                La empresa se encontraba en plena expansión de su producción para cumplir con una serie de contratos con el exterior. Había pues que hablar con un personal sensibilizado por la perspectiva de desocupación para evitar que cualquier conflicto que afectara el ritmo de trabajo. Rocca, por consejo de sus flamantes asesores, pensó utilizar algunos empleados no muy proclives hacia los delegados gremiales para calmar las aguas. Con esos delegados, podría negociar más tarde para ver como reducir los montos de las indemnizaciones, cosa que antes había hecho en más de una oportunidad.
                El primer nombre que vino a su mente fue el de María Estévez, porque sabía que ella nunca tuvo un trato muy fluido con ninguno de los cuatro delegados que viejas y obsoletas leyes laborales habían impuesto a su empresa.
                La llamó a su despacho para sonsacarla respecto de cómo veía ella una futura racionalización de personal. Hizo el discurso acostumbrado, insinuó promesas de nuevos ascensos como resultado de los cambios que inevitablemente acaecerían, pero no logró, como esperaba, una respuesta inmediata y, menos todavía, la adhesión incondicional de la mujer.
                - Vea don Matías, tendría que analizar bien el problema, antes de dar una opinión. Están de por medio personas que son mis compañeros de trabajo y a quienes conozco desde hace mucho tiempo. Se trata de cuestiones muy serias como para contestarlas ahora - sostuvo ella en tono bajo pero firme.
                - No creo que se trate de un problema tan complejo - retrucó el sorprendido empresario -. Todo lo que debemos hacer es una reestructuración completa del personal para adecuarnos a las necesidades del mercado y, como usted comprenderá, en todas las medidas de esta naturaleza se producen bajas inevitables. Lo único que le estoy pidiendo es que hable con sus compañeros para tratar de hacerles comprender la situación que estamos pasando contra nuestra voluntad y evitar conflictos que terminarían perjudicando a todos. Tengo entendido que ellos la respetan mucho.
                María siguió sin responder la solicitud de su patrón, mientras meditaba las últimas palabras de don Matías. Éste terminó aceptando que ella necesitaba tiempo para decidirse. Dio por terminada la entrevista y, a modo de despedida, le dijo:
                - Piénselo bien señorita Estévez (la seguía llamando señorita pese a saber que estaba casada, tal vez como una manera de refrendar antiguas apetencias) y mañana o pasado me contesta por sí o por no. Le pido que tenga muy en cuenta que su decisión también puede ayudar a sus compañeros para lograr una mejor salida de este problema. Incluso, usted podría aportar sus opiniones respecto del modo como seleccionar a los que pueden quedar. Tenga en cuenta que la decisión de reducir personal ya está tomada y es irreversible.

                *                             *                             *

                Cuando llegó a su casa, María comentó con su marido Enrique la propuesta que le hiciera Rocca.
                - Me parece quete quieren usar para decirle a los empleados quien se va y quien se queda, porque creo que eso ya lo tienen decidido desde hace un buen rato - contestó el esposo.
                - No lo sé - dijo no del todo convencida -. No creo que se trate únicamente de eso pero tampoco creo que hayan hablado sobre esta cuestión solo conmigo.
                La mujer siguió pensativa y preocupada. Hubiera preferido que la dejaran al margen del problema de los despidos porque, antes del pedido de don Matías, estaba segura de conservar su puesto en la empresa y, después del mismo, presentía que ese puesto se había transformado en un naipe más en un juego que no le gustaba y que ni siquiera era el suyo.
                Estuvo callada un largo rato y lo mismo hizo Enrique. Ella, porque estaba buscando una salida. Él, porque no sabía que decirle.
                De pronto se levantó y casi corrió hacia donde estaban los papeles que reiteradamente traía de la oficina a su casa.
                - Ya que me metieron en el baile, no tengo otro remedio que bailar. Pienso que existe una salida mucho más ecuánime que la que plantea el dueño de la empresa para este problema. Se la voy a proponer y que sea lo que Dios quiera - exclamó más resuelta que entusiasmada.
                Enrique, después de decirle que “podía meterse en líos y la situación no está para perder el empleo”, preguntó cuál era esa salida.
                María tomó unas planillas y comenzó una detallada explicación acerca de la incidencia que tenían los salarios en los productos de la empresa, los costos que tendrían los despidos de la mitad del personal y concluyó:
                - Los salarios implican alrededor de un tres por ciento de los precios de salida de los productos. Con un incremento productivo del diez por ciento, algo que se puede negociar con el personal muy fácilmente porque todos tienen miedo de perder su empleo, eso se resuelve, porque echar la mitad de la gente implicaría, en el mejor de los casos, reducir esos precios en un uno por ciento, una cifra que no justifica dejar tantos trabajadores en la calle.
                Su marido, si bien no entendía ni la mitad de las explicaciones, trató nuevamente de prevenirla:
                - Será mejor que tengas cuidado porque te pueden echar.

                *                             *                             *

                Al día siguiente, no bien María entró en su oficina, don Matías mandó a llamarla para saber “cuál era su decisión respecto de lo hablado”.
                - Si usted me lo permite, - respondió ella - mañana le presentaré mi respuesta por escrito.
                El patrón sonrió satisfecho, pensando que la subjefe de personal había confeccionado una lista de prescindibles con quienes estaba dispuesta a hablar y le otorgó el plazo solicitado.
                Veinticuatro horas después, la escena se repitió con algunas variantes, pues esta vez María traía una serie de carpetas con cuadros estadísticos que comenzó a explicar a su empleador:
                - Vea don Matías, creo que se puede superar la situación sin echar tanta gente a la calle o, por lo menos, reduciendo la cantidad de personal por otros mecanismos como podrían ser no reemplazar a los que se jubilan o los que quieren o aceptan retirarse a cambio de una buena indemnización.
                - Bien, muéstreme como se consigue eso - contestó el patrón con tono irónico.
                Ella desplegó entonces todo su saber y quiso demostrar cómo, en el plazo de un año y medio, se podía lograr el equilibrio que se buscaba despidiendo al cincuenta por ciento de los empleados, con “solo firmar un acuerdo con el personal para garantizar índices de productividad crecientes”.
                - Con un diez por ciento de aumento productivo - agregó entusiasmada - se consigue el mismo nivel de costos que despidiendo la mitad de los obreros. Estoy segura que nuestra gente firmará un acuerdo para conseguir incrementar la producción aún por encima de ese porcentaje, entre otras cosas, porque todo está muy duro para conseguir trabajo. Además, usted sabe mejor que yo que el salario significa en nuestra planta alrededor de un tres por ciento del precio de salida del producto y un incremento del diez por ciento en los rendimientos...
                Rocca no la dejó continuar.
                - Parece m´hijita que no entendió lo que esperábamos de usted. No quiera saber más de ésto que los especialistas que hemos contratado para determinar cuales son las relaciones óptimas entre personal, equipos, precios y rendimientos productivos. Si aplicamos el esquema que nos propone, dentro de tres años estamos de nuevo como ahora y estas son medidas que deben tomarse una vez y de manera definitiva.
                María trató, con alguna vehemencia, de hacer comprender al empresario que su propuesta era racional y que solucionaba mejor el problema, pero don Matías siguió aferrado al consejo de los especialistas que contratara y hasta buscó el informe que éstos le presentaron para, con los datos incluidos en el mismo, dar mayor solidez a sus argumentos.
                - Antes que siga con su discurso, - agregó de manera concluyente - quiero que sepa que la decisión ya está tomada y, si pedimos su colaboración, fue para que nos ayudara en la implementación de esa decisión y no para que pretendiera cambiarla. No creo que usted sepa más de ésto que nosotros o que los mejores técnicos que existen en este terreno y que contratamos para que nos indiquen cómo solucionar nuestros problemas.
                La mujer sintió que estaba poniendo en peligro su estabilidad como empleada, recogió sus carpetas y se dispuso a marcharse.
                Sin embargo, no pudo con su genio y dijo una frase que escuchó en uno de los cursos del Ministerio de Trabajo y que el profesor que lo dictaba atribuyó a un tal Max Weber:
                - No es lo mismo salario bajo que trabajo barato. Salario bajo y esfuerzo físico constante del personal terminan por convertirse en una perfecta selección de inútiles.
                Es difícil saber si don Matías se sintió aludido por la última frase pero comenzó a gritar desaforado.

                *                             *                             *

                Un jueves por la mañana, pocos días más tarde, María Estévez era una desocupada que estaba frente a un abogado especializado en derecho laboral discutiendo cuál era el monto mínimo de dinero que consideraba adecuado para aceptar el despido sin llevar a los tribunales a su ex patrón.
                El letrado insistió en que “es mejor un mal acuerdo que un buen juicio”, porque podía ganar éste pero no sabía cuánto y, sobre todo, cuando iba a cobrar y ella terminó aceptando negociar. Estaba apurada, porque ese mismo día, dos horas después, tenía una entrevista con un grupo de consultores por un puesto de trabajo que disputaba con otras cinco personas y estaba segura de ganarlo.

                *                             *                             *

                Había transcurrido más de un año y medio desde el momento cuando discutiera con María el sistema que se debía aplicar a los trabajadores de su fábrica y don Matías Rocca comprobó que la propuesta de su ex subjefe de personal distaba mucho de ser el disparate que pensó o le hicieran pensar sus asesores. También constató que los consejos y, sobre todo, las previsiones de los especialistas que contratara a un precio más que elevado distaban de cumplirse, porque los incrementos productivos y los márgenes de ganancias profetizados no se alcanzaron, ni siquiera aproximadamente, y el personal que conservó su empleo, no solo no rendía al nivel tabulado en esos pronósticos, sino que tampoco mostraba la voluntad de realizar los esfuerzos necesarios para alcanzar ese nivel.
                No obstante, no estaba en absoluto arrepentido de su decisión de despedir a la Estévez. La modernidad, a la cual, como muchos otros empresarios, había adherido de una vez y para siempre, indica que la elección entre el dictamen de técnicos reputados y las opiniones de una simple empleada no tiene sentido, pues trasciende todo juicio de valor, diga lo que diga el sentido común.

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