martes, 9 de agosto de 2011

EL VIEJO


                Roberto Ramallo recién había cumplido cuarenta y cinco años cuando perdió su empleo. La empresa multinacional de la industria farmacéutica donde trabajó desde los veinte se fusionó con otra del mismo sector para crear, entre ambas, una nueva firma de dimensiones tales que la ubicaban, en materia de facturación que es el único modo que existe hoy para medir el porte de las empresas, en el segundo lugar en el mundo y esa fusión trajo como consecuencia que solo la mitad del personal de cada una de las firmas originales conservara su trabajo y él quedó entre los prescindibles.
                El método utilizado para decidir quienes permanecerían en su puesto y quienes lo perderían no respondió a criterios basados en la capacidad de los integrantes de los respectivos planteles de empleados, sino a una decisión tomada cuando se decidió la unión, según la cual cada empresa participante conservaría su personal en determinados rubros y aquel en el que trabajaba Roberto pasó a manos de la otra parte.
                Cuando le anunciaron su cesantía, también le dijeron que le pagarían, no solo la indemnización legal correspondiente, sino también una bonificación adicional y una suerte de certificado de idoneidad como empleado, "por si quería buscar trabajo en otra firma".
                Aceptó todo aquello que le ofrecían, entre otras cosas porque recibía más de cuanto podría obtener a través de un juicio laboral y porque pensó que, con la capacitación que había recibido durante el tiempo que estuvo trabajando, no le costaría demasiado reubicarse en otra empresa similar.
                De todos modos, no estaba contento con su situación y así lo manifestó al ejecutivo encargado de negociar con los empleados prescindibles.
                - No entiendo bien las razones que tuvieron para decidir mi cesantía - se quejó amargamente -. Me han estado capacitando durante años para el trabajo que venía haciendo y, sin siquiera hacer una comparación de capacidades o un concurso de oposición con la persona que se ocupará en delante de mis tareas, se me está dejando afuera.
                - No ha sido una decisión tomada por el directorio local - se disculpó el ejecutivo -. Se trata de algo resuelto en Europa. Cuando se fusionaron las dos empresas, se estableció que determinadas áreas quedaran para nuestra antigua firma y otras para aquella con la cual se hizo la unión. Su área de trabajo correspondió a la otra parte, pero no dude que nosotros hubiéramos preferido contar con usted y no con alguien a quien ni siquiera conocemos y no sabemos si rendirá o no rendirá en su trabajo. Es lamentable, pero ese tipo de decisiones está más allá de nuestras posibilidades y de nuestros deseos.
                - Ustedes han gastado mucho dinero en formarme profesionalmente – trató de insistir - y no resulta del todo racional dejarme afuera. Es plata malgastada, sobre todo para personas o empresas que dicen buscar eficiencia en todos los terrenos.
                Su interlocutor se encogió de hombros, repitió por cuarta o quinta vez el argumento acerca de decisiones trascendentes a la dirección localy dio por terminada la reunión. A la salida de la misma, le entregaron el cheque de la indemnización por despido, a la cual se sumaba casi un tercio del valor de la misma en concepto de bonificación. La cantidad de dinero equivalía a más de tres años del salario que estaba cobrando hasta ese momento.
                Cuando llegó a su casa y explicó lo sucedido a Patricia, su mujer, ésta trató de mejorar su estado de ánimo, diciéndole que, después de todo, no había salido tan mal parado del problema.
                - Ayer estuve hablando de ésto con Carmen, la mujer de Salvador, y me dijo que la fábrica donde trabaja su marido cierra y no saben cómo, cuánto ni cuando van a cobrar la indemnización. Están más desesperados que nosotros y no les faltan razones.
                El comentario de Teresa resultó un consuelo a medias para su marido, en tanto éste, como un personaje trágico, buscaba en su pasado qué era lo que había hecho mal para tener que sufrir todo lo que estaba sufriendo en el presente.

                *                             *                             *

                Roberto no esperó para buscar un nuevo empleo. Llamó a todas las personas que conocía y que estaban ligadas a la industria farmacéutica, tratando de reubicarse en alguna empresa que necesitara de un empleado de su capacidad y su experiencia.
                No obtuvo siquiera una sola respuesta positiva, tal vez porque aquellas personas a quienes recurriera veían en él una competencia peligrosa para su propia situación; tal vez porque él mismo no se hacía cargo de que estaba viviendo en épocas cuando la ayuda al prójimo es casi un arcaísmo.
                Agotados todos esos contactos directos sin obtener más que comentarios a veces maliciosos o consejos inútiles, recurrió a los avisos clasificados de los diarios y a las agencias y consultoras de empleos, ante las cuales presentó sus antecedentes laborales.
                Cosechó nuevas decepciones, pero hizo un grande y triste descubrimiento: Pasados apenas los cuarenta años, ya era un viejo. Obviamente, se sentía fuerte y joven, pero las reglas del mercado laboral decían lo contrario y, contra ellas, nada puede un solo hombre.
                Quizás para justificar aquello que percibía como una sanción social, comenzó a tener conductas de viejo. Se volvió nostálgico de tiempos cuando era llamado de otras empresas para que aportara la experiencia técnica que había recogido en una gran firma multinacional y le ofrecían mejores salarios o cuando podía contar con amigos lo suficientemente fieles como para confiar en ellos.
                Nada de eso existía en su presente y, como corresponde a todo viejo, comenzó a sentirse solo.

Del libro de cuentos "Vidas tangenciales" de Raúl Pannunzio

No hay comentarios:

Publicar un comentario