martes, 9 de agosto de 2011

LA HISTORIA ESA


                 Los jueves eran los días cuando los cobradores del club debían pasar por la oficina contable para entregar lo recaudado durante la semana en cuotas sociales.

                Doña Herminia estaba a cargo de la zona 12, que cubría el Barrio Norte de la Capital. Tenía unos setenta años pero, por lo general, era la primera en llegar.
- No creo que la vieja pueda seguir trabajando por mucho más tiempo - dijo Haydé, una de las tres secretarias del turno tarde, mientras la miraba subir penosamente la escalera que llevaba del pórtico de entrada al entrepiso donde estaba la oficina de cobranzas.
                Hizo el comentario como quien solo constata algo evidente; es decir, sin que sus palabras contuvieran el menor asomo de lástima. Tampoco se acercó a la recién llegada para ayudarla a subir, quizás porque la última vez que lo intentó fue rechazada con orgullo y firmeza.
                Uno de los empleados habló en voz baja de la edad de la cobradora, señalando que “debería jubilarse” y otro lo corrigió en el mismo tono, diciendo que ya lo estaba y que seguía trabajando para poder sobrevivir junto con lo que todavía le quedaba de su familia.
- Vive con su hija y el yerno - aclaró - y me parece que esos son dos vivos que se están aprovechando de ella. Son los que vienen casi todos los meses a cobrar las comisiones y los viáticos argumentando que la vieja está muy cansada. Más cansada debe estar de tanto trabajar.
Herminia se acercó a uno de los escritorios y se sentó pesadamente. Tomó su cartera y depositó frente a Claudio, un empleado contable, el dinero recaudado durante los cinco días anteriores, una cifra superior a lo que cualquiera que observara su aspecto podía imaginar. (Es probable que los asociados sintieran pena al verla y no se atrevieran a negarle el pago de sus cuotas pero también estaba dentro de lo posible que la zona a su cargo, habitada por personas de clase media alta, fuera la de más fácil cobranza).
Ese día estaba realmente agotada. Después de entregar el dinero, pidió permiso para descansar un momento en uno de los sofás, donde se sentó sin esperar respuesta a su solicitud. Estuvo allí con la cabeza inclinada sobre el pecho dormitando Soltó alguno que otro ronquido y debe haber tenido un sueño agradable porque, por un momento, sonrió plácidamente y murmuró algo ininteligible.
                Haydé la estaba observando. También sonrió e hizo un comentario acerca del “viejo cansancio de la viejita” (Haydé quería ser poetisa y, como sucedía con muchos de sus escritores más admirados, creía que la redundancia era poética) y pidió que la dejaran dormir tranquila. Dijo que ella se encargaría de despertarla si por casualidad entraba al entrepiso algunos de los directivos y la cubrió con un sacón.
Sus compañeros de trabajo asintieron, olvidaron la presencia de Herminia y siguieron ocupándose de sus tareas.

                *                             *                             *

Durmió alrededor de una hora y lo hubiera seguido haciendo si no la despierta una discusión entre Claudio y otro cobrador, Enrique, que había llegado hacía pocos minutos.
El tema era Eva Perón y su importancia dentro de la historia del peronismo, sobre todo por su participación en la movilización popular del 17 de octubre de 1945.
Claudio era un analista de sistemas que se había inscripto en la carrera de Historia de la Universidad de Buenos Aires y Enrique, un suboficial retirado de la areonáutica que trataba de mejorar sus ingresos con un trabajo adicional.
- Evita - sostenía enfáticamente Claudio - no existía para la política argentina en 1945. Trató por primera vez a Perón cuando éste todavía era coronel y ella estaba trabajando, junto con otros artistas de radioteatro, en las colectas de fondos que hacía el gobierno militar para las víctimas del terremoto de San Juan. Eso pasó apenas unos meses antes de octubre, así que es muy difícil que pudiera movilizar a los sindicatos porque los dirigentes gremiales no iban a aceptar que una mujer recién llegada de afuera y sin ningún antecedente les estuviera diciendo qué era lo que tenían que hacer o dejar de hacer. Además, las mujeres, en esa época, todavía no tenían derechos políticos, así que...
                Enrique trataba de explicarle cómo funcionaban los códigos del Movimiento Peronista y la poca importancia que, para su historia, tenía el hecho de la participación o no de Evita en aquella jornada.
- Los integrantes del Movimiento - decía tratando de ser o parecer convincente - no hacen esas especulaciones y dan por sentado que ella participó activamente del “día de la Lealtad”. Eso es mucho más importante que todo lo que te puedan decir tus profesores de historia y los cálculos de fechas que hagas por tu cuenta. Si te parece que no es cierto, trata de convencer a un peronista de alma de la ausencia de Evita ese día.
Herminia los miró, pensó unos momentos y decidió intervenir en la discusión.
- No es cierto lo que dice ninguno de los dos. No es una fábula ni nada fantasioso eso de la participación de Evita el 17 de octubre. Yo puedo asegurarlo. Yo la ví en Avellaneda recorrer sindicato por sindicato para sacar la gente a la calle. En ese tiempo, yo vivía en Sarandí con mis padres. Nadie puede decirme que no vi lo que vi. Me extraña, Enrique, que usted diga que eso fue algo que no se puede afirmar como verdadero pero que lo mismo le sirve al Movimiento. No se trata de lo que sirve o no sirve, sino de la pura verdad. Que Claudio diga lo que le enseñaron en la facultad, santo y bueno. Él no tiene la culpa de eso. En 1945, todavía no había nacido y no pudo ver lo que todos vimos, pero usted ha sido toda la vida peronista y no nació ayer. No tiene derecho a negar lo que todos los peronistas saben.
Enrique se sintió avergonzado. No por la certeza o falsedad de los argumentos de su colega, sino por la fisura que le demostraron había en su fe partidaria. Claudio ni siquiera fue escuchado cuando trató de refutar lo dicho por Herminia.
Convencida de haber terminado con una sarta de mentiras, la vieja se marchó hacia su casa. Esa fue la última vez que la verían por las oficinas. Una semana después, la hija avisó que tuvieron que internarla en un hospital público víctima de una flebitis que se complicó con una debilidad cardíaca crónica, todo lo cual le impedía caminar.
Las autoridades del club decidieron despedirla pero, como no era una empleada efectiva sino una jubilada que trabajaba a comisión, solo le pagaron, según ellos por consideración a los años que llevaba como cobradora y de lástima por su situación, una parte de la indemnización que le hubiera correspondido de haber estado “en blanco”. Después de amenazar con un juicio laboral en el cual reclamaría hasta aportes previsionales, el yerno la convenció que cediera y él mismo fue a cobrarla.
Haydé la visitó en una sala general del Hospital Rivadavia donde la llevaron sus familiares. La acompañaban Claudio y Enrique. El único comentario que la vieja hizo respecto de su salud y de su situación laboral fue: “Si Evita viviera, nada de ésto me habría pasado. Siempre sueño con ella y mi hija me dice que la nombro dormida y me sonrío”.


 Del libro de cuentos "Vidas tangenciales" de Raúl Pannunzio

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