martes, 9 de agosto de 2011

LOS LIMITES DE LA SENSIBILIDAD


(RELATO INCONCLUSO)

                “El mundo nunca aparece tal como es a la percepción humana. Nada es completo para ella. No oímos determinadas vibraciones del aire y no por eso dejan de ser sonidos. Tampoco vemos más allá o más acá de cierto espacio dentro del espectro luminoso, sin que aquello que no vemos deje de ser luz. Estas circunstancias o, si se quiere, estas limitaciones no han impedido a los seres humanos operar como especie dominante sobre la faz de la Tierra. Por el contrario, son muchas las veces que los hombres se han servido de tales limitaciones como excusas para justificar sus conductas ante Dios, ante sí mismos o ante lo que sea, ya que no cabe sentir culpa alguna por aquello que no se sabe de modo completo”.
                De esta manera un tanto extraña para el tema que tenía que desarrollar, comenzó Agustín D´Amato su clase inaugural de la cátedra Sociología del Conocimiento en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Mar del Plata, donde era profesor titular.
                Detuvo su discurso unos instantes para observar el efecto que el mismo producía entre los veinticuatro alumnos que se anotaron para cursar esa materia, la última de la carrera que tenía que  transformarlos en sociólogos. Al contemplar la totalidad de los rostros con expresión vacía, prosiguió:
                “Eso es lo que creemos saber de lo que no sabemos de la realidad y, aún cuando sea paradójico, eso es también lo que nos ha obligado volvernos sobre nosotros mismos para analizar, no una realidad que sospechamos trascendente y completa, sino los medios con los cuales contamos para acercarnos parcialmente a ella. En otras palabras, el tema ya no es el mundo real, sino la subjetividad individual que lo enfrenta y la sensibilidad que tiene el sujeto como medio de aproximación a ese mundo”.
                Volvió a detener su exposición, quizás aguardando observaciones que no se produjeron. Vaciló unos instantes y continuó:
                “Muchas son las veces que me pregunto por qué siempre inicio mis clases con este discurso y por qué guardo la esperanza de que alguna vez, aún cuando sea por casualidad, uno de ustedes me interrumpa para indicar la serie de contradicciones en las cuales puedo estar incurriendo, no tanto dentro del discurso mismo, sino respecto de los objetivos que, supongo, ustedes persiguen al inscribirse en una carrera como la que cerramos con esta materia de nombre harto pretencioso. Sin embargo, nadie me ha interrumpido nunca, por lo menos nadie lo ha hecho hasta este momento, y eso me hace pensar que, o bien es de escaso interés lo que digo, o bien todos ustedes entienden poco o nada del asunto y la formación que lograron a través de una treintena de materias cursadas y aprobadas es más que insuficiente, ya que no los ha impulsado a hacerme o hacerse objeciones y preguntas que son básicas”.
                Dicho esto, Agustín sonrió un tanto mefistofélicamente, desarrolló algunos temas que reiteraban ese mismo planteo, al cual otra vez calificó como básico, porque “la Sociología supone un estudio del ser humano y su vida en sociedad, razón por la cual merecería mejor el nombre de Antropología histórico-filosófica o algo parecido” y dio por terminada la lección en el momento mismo cuando se cumplía el horario pertinente.
                Permaneció sentado en su escritorio a la espera de que todos los alumnos abandonaran el salón de clases, soñando con que alguno de ellos se quedara para formular, aunque más no fuera, esas preguntas rutinarias y de compromiso que los estudiantes acostumbran hacer, para así poder explicar qué había querido decir pero no vio satisfecha su esperanza, por lo menos dentro del aula, razón por la cual recogió todo el material que había preparado para su discurso académico y se dirigió a la puerta.
                Nadie lo aguardaba tampoco afuera y decidió pasar por el bar que estaba cruzando la calle, justo frente al edificio de la Facultad, para sentarse a tomar el cotidiano café cortado y ver si alguno de sus circunstanciales discípulos se le acercaba.
                Pasaron frente a su mesa dos alumnas que lo saludaron pero no se detuvieron y, detrás de ellas, llegó su colega Juan Segovia quien se sentó, pidió un cognac y se dispuso a comentar la jornada.
                - Hoy me reuní con el Decano Álvarez – señaló a manera de introducción para una conversación potencialmente más larga - y me comentó que tus alumnos están otra vez entre deslumbrados, desorientados y atemorizados con tus clases. ¿Qué es lo que les dijiste ahora?
                - No entiendo como pueden deslumbrarse o tener miedo, cuando recién he dado la clase inaugural y tengo la impresión de que es poco o nada lo que entendieron de ella – respondió con gesto de fastidio D´Amato.
                Segovia le recordó su fama de sujeto un tanto singular y enseguida dejó el tema para referirse a la situación en la que podrían quedar los dos si se aplicaban los nuevos programas académicos, ya que se eliminarían algunas materias y seminarios tradicionales para cambiarlos por otros más adecuados a las circunstancias que vive el país.
                - Mi cátedra no corre peligro - agregó Segovia - pero creo que uno de mis dos seminarios anuales está en capilla, ya que piensan mantener el número actual de materias pero están por agregar temáticas propias del proceso de globalización que se está produciendo en el mundo.
                Agustín se encogió de hombros y comentó que era probable que el efecto más importante que tendrían las modificaciones de los programas de estudio sería otro atraso en el pago de los salarios y una nueva reducción de los mismos, “tanto porque no hay profesores disponibles como para cubrir nuevas cátedras y tendrán que recurrir a los ya titulares, cuanto porque esos cambios nunca han sido otra cosa que formalismos destinados, en última instancia, a bajar los niveles culturales y económicos de los docentes”.
                La conversación tomó caminos habituales y, media hora más tarde, Juan se marchó no sin antes avisar a Agustín acerca de una reunión informativa citada por el decanato.
                - No estoy muy seguro de ir - respondió éste con desgano - porque tendría que viajar a Buenos Aires esta misma noche o, a mas tardar, mañana por la mañana. Si falto, discúlpame con Álvarez y toma nota de lo que se diga para discutirlo luego.
- Me parece que deberías analizar muy bien lo que estás haciendo - lo aconsejó su colega - porque se proponen plantear allí las reformas de los programas y Álvarez no quiere que falte ninguno de nosotros.

                *                             *                             *

                D´Amato pensó que debía buscar pretextos más o menos aceptables para no concurrir a la citación pero terminó postergando su viaje a la Capital y acatando la convocatoria del Decano, donde se encontró con el mismo panorama que percibiera y criticara la primera vez cuando asistió a una de tales reuniones.
                El doctor Alvarez abrió el diálogo hablando de la “necesidad de introducir innovaciones en los planes de estudio, para adecuarlos a la nueva realidad que vive el país, con la creación de un bloque regional”.
                - Debemos superar - dijo, usando un lenguaje imperativo, preparado para no sufrir réplicas - las limitaciones que hoy tienen los programas de estudio, para poder enfrentar la nueva problemática con imaginación y trabajo.
                Agustín hizo solo dos preguntas: Qué era lo que debían entender por “imaginación y trabajo” y, si en el pasado inmediato, semejantes ingredientes no habían sido utilizados en la educación. Solo obtuvo como respuesta una serie de vaguedades acerca de la modernización de la docencia, acompañadas por una mirada que podía traducirse como “otra vez éste”.
                No insistió y quizás tampoco le hubieran permitido hacerlo. Permaneció callado durante las casi dos horas más que se prolongó la reunión, con la mirada fija en un punto de la pared ubicada hacia el fondo de la tarima donde estaba parado el Decano. Cuando se dio por terminada la reunión y ya todos se retiraban, Álvarez le pidió que pasara durante la mañana siguiente por sus oficinas pues “tenía algo importante que comunicarle”.
                D`Amato pensó en el comentario del Decano, se preguntó cómo hace un hombre no muy importante para comunicar algo muy importante a otros hombres y concluyó en que estaba frente a una paradoja propia de la perversión que el lenguaje sufre en los últimos tiempos, cuando no aparece ligado a las personas que lo hablan y tampoco las compromete con lo que ellas dicen. Anduvo rondando por los pasillos y, por fin, salió del edificio de la Facultad. Había oscurecido. Caminó hacia la plaza de enfrente, buscó un banco para sentarse a pensar sobre la reunión y su postergado viaje a Buenos Aires. Antes de que lo encontrara, dos adolescentes salieron no supo bien desde donde, le apuntaron con una pistola, al tiempo que le exigían que entregara su reloj, su billetera y todo cuanto llevara de valor.
Movió los brazos con un ademán que pretendió estar destinado a tranquilizar a sus asaltantes y les avisó que metería una de sus manos en el bolsillo interior del saco para sacar su billetera. Uno de ellos, tal vez asustado o drogado, tal vez sospechando que D´Amato buscaba un arma, le disparó. El profesor vio salir el humo de la pistola antes de sentir el impacto de la bala en el pecho.
                Cayó de espaldas sobre la vereda, mientras sus victimarios escapaban sin robarlo. Barruntó que se estaba muriendo pero no tuvo miedo sino que lo invadió una tenue sensación de paz, acompañada por un sentimiento de curiosidad hacia aquello que podía aguardarlo más allá de las fronteras de la vida.
                Tendido, sin poder moverse ni gritar, apenas le quedó tiempo para comprender que jamás terminaría de escribir el libro sobre los límites de la sensibilidad humana que había comenzado hacía poco más de un mes, que no podría despedirse dignamente de los contados amigos que le quedaban en el mundo, que no acabaría sus clases, que ya nunca uno de sus discípulos le preguntaría lo que él siempre deseó que le preguntaran y que tampoco sabría para qué Álvarez lo había citado para la mañana siguiente.
De todos modos, ya nada tenía importancia.
- “Todo es inconcluso, incompleto y absurdo en este mundo; hasta la misma vida” - reflexionó sin dolor ni esfuerzo pero, inmediatamente después de pensar lo que pensaba, dejó de pensar para siempre.


 Del libro de cuentos "Vidas tangenciales" de Raúl Pannunzio

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