martes, 9 de agosto de 2011

OFICIAL O PEON


                Para aquellas personas que han dedicado la parte más importante de su existencia a trabajar, no solamente para subsistir, sino también como parte de un proyecto de vida, estar sin empleo se parece mucho a quedarse absolutamente solas. Deben abandonar conductas y hábitos adquiridos durante mucho tiempo, así como ideales y, junto con todo eso, ven diluirse las amistades y los afectos, porque ellos también son parte de las conductas y hábitos cotidianos. Es un proceso que, pese a ser tanto más grave cuanto mayor es la edad de un sujeto, no hace distinciones grandes entre los diferentes individuos.
                El hombre que se ve obligado a recomenzar a existir de tal manera parece un inmigrante dentro de su propio suelo y, a menudo, acaba por sentirse preso de un desarraigo total.

                *                             *                             *

                Cuando el mundo llevaba ya algunos años de conmoción como consecuencia del llamado proceso de globalización económica, la empresa donde trabajaba Eduardo Piñeiro cerró sus puertas, víctima de los cambios generados por ese proceso, según algunas interpretaciones, o de la concentración de poder económico y riqueza en pocas manos, según otras exégesis, aún cuando también fuera probable que sus dueños, asustados ante la alternativa de tener que correr muchos riesgos, la hubieran vaciado.
                Eduardo tenía, por ese entonces, cuarenta y cinco años y hacía veinticuatro que trabajaba en el mismo lugar. Lo despidieron junto con quienes fueron sus compañeros de trabajo de toda una vida, algunos de los cuales habían llegado a ser sus amigos. La cantidad de dinero que recibió como indemnización fue poco más de la mitad de la correspondía por ley. Sus antiguos patrones argumentaron que actuaban forzados por las circunstancias (algo también permitido por esa misma ley) y él, puesto en la alternativa de cobrar inmediatamente esa parte o realizar un largo juicio al final del cual no estaba seguro de cobrar, se adecuó a una imposición injusta pero más “práctica”, según las palabras y recomendaciones de los abogados sindicalistas que consultó.
                Con ese dinero en sus manos, se tomó un mes de descanso y, luego de pedir a un conocido que le imprimiera en computadora un "curriculum vitae", salió en busca de un nuevo empleo, convencido que sus antecedentes laborales (era ingeniero de piso, es decir, un trabajador especializado que había realizado estudios técnicos de nivel terciario dentro de la misma empresa) resultarían lo suficientemente buenos como para no tener que esperar demasiado tiempo.
                Poseía, además, un buen nivel cultural, producto de inquietudes personales, antes que resultado de una formación académica o profesional. Sabía que ésto no contaba demasiado a la hora de buscar trabajo, pero lo mismo lo incluyó en las planillas que debió llenar en la primera entrevista a la cual asistió, convencido de que era un complemento interesante para su formación técnica.
                La buena estrella de Eduardo debía estar en descenso, pues el especialista que analizó su solicitud de empleo tomó el agregado cultural como un alarde y trató de competir con su entrevistado o, peor aún, de “ponerlo en su lugar”.
                - Según pude ver en el curriculum que nos presentó, - comentó el evaluador entre escéptico e irónico - usted fue ingeniero de piso en una empresa que fabricaba productos plásticos. “Ingeniero de piso”... ¿Qué querrá decir eso? Es un título que no he visto en ninguno de los listados de carreras universitarias. Bueno, aceptémoslo, quizás sea algo importante.. Su presentación de antecedentes tiene otras referencias que no son muy relevantes que digamos y, en cambio, no dice cuáles y cómo eran los equipos que esa planta utilizaba y que, en el mejor de los casos, debo suponer que usted manejaba. Nos gustaría mucho saber si estaban computarizados, antes de que sigamos adelante con esta entrevista, porque nuestra empresa está en pleno proceso de tecnificación.
- Sí, por supuesto - respondió con la firmeza de quien cree que está diciendo una verdad -. La mayoría de los equipos que utilizábamos era de última generación.
                Hizo una reseña completa acerca de cuáles y cómo eran esos equipos, dando detalles de modelos, marcas, empleo que les había dado en su trabajo y posibilidades adcionales de aplicación que los mismos ofrecían.
                - ¡Qué lástima! - exclamó el otro saboreando las palabras -. Esta mañana todavía nos quedaba una vacante para una persona de sus condiciones, pero ha sido cubierta.
                Pasó de inmediato a enumerar cuáles eran los trabajos que estaban disponibles y podía ofrecerle (“ninguno de los cuales debe estar dentro de sus expectativas”), todos susceptibles de ser cubiertos por semi analfabetos.
                Como los apremios económicos aún no se habían hecho presentes en su vida, rechazó esos ofrecimientos y se retiró con gusto a indignación en su boca.
                La segunda oportunidad cuando debió concurrir a una nueva entrevista, eliminó de su “curriculum” cualquier referencia a algo que no fuera estrictamente técnico o laboral y se cuidó de hacer mención de estudios complementarios o lecturas personales. Renunció también a determinar cuáles eran sus pretensiones salariales y consiguió que lo integraran en una terna de aspirantes a “un puesto acorde con su experiencia”. Sus dos competidores por la vacante eran bastante más jóvenes que él, pero pudo comprobar, en una charla previa, que sabían bastante menos de las tareas que tendría que realizar quien fuera elegido para ese empleo, lo cual alimentó sus esperanzas de ser contratado.
                Sin embargo, tampoco esta vez tuvo suerte. Los funcionarios a cargo de la selección siguieron la moda de optar por personas de poca edad, sobre bases tales como “hacer una apuesta empresarial al futuro” y también por ser los jóvenes mucho más baratos en materia de costos salariales, como le explicaron esos encargados en el momento cuando le dijeron que no tenían empleo para él. De nada le valió decir que estaba dispuesto a aceptar una reducción de sus pretensiones económicas.
                Ese día, caminó un sinnúmero de cuadras sin destino fijo y regresó tarde a su casa, pues sentía vergüenza de exponer un nuevo fracaso ante sus familiares.
                Su buena estrella siguió en descenso. Concurrió a sucesivas y similares entrevistas, de las cuales salió con parecidos resultados y terminó, por consejo de un conocido, anotándose en una agencia de empleos. Allí, antes de cualquier otro trámite, le cobraron un arancel por inscribirlo en un listado de aspirantes a puestos de trabajo y le informaron que debería pagar un porcentaje absurdamente alto de su primer sueldo, en caso de ser ubicado en alguna de las empresas que figuraban en otro listado que le mostraron.
                Aceptó todas las imposiciones porque ya comenzaba a sentirse incapaz de conseguir algo por sí mismo.
                - Haremos circular sus antecedentes entre un grupo de importantes empresas que tenemos en nuestros archivos computarizados y, en alrededor de una semana, lo llamaremos para informarlo acerca de los resultados de nuestra gestión - le dijo la persona que primero tomó su dinero y después sus datos para incorporarlos a un sistema también computarizado, pero la agencia se volatilizó en poco tiempo, dejándolo, junto con otras personas, no solo sin la esperanza de conseguir un empleo, sino también con la certeza de haber sido estafado.
                Desengañado, decidió volver a buscar trabajo por las suyas y comenzó a salir de su casa todas las mañanas con la sección de clasificados de “Clarín” bajo el brazo.
                Visitó innumerables oficinas, después de hacer colas interminables. En cada oportunidad que pasaba, fue rebajando de manera insensible sus pretensiones salariales, hasta llegar a niveles que suponían menos de la mitad de lo que alguna vez ganara.
                Consiguió algunas “changas” que no resultaron, ni en cantidad ni en calidad, suficientes para vivir sin tener que ir quemando sus ahorros pero que, mientras existieron, implicaron pequeños aportes a su tranquilidad espiritual y a la de su familia. Este paliativo, sin embargo, desapareció demasiado pronto y empezó a encerrarse dentro de sí mismo.
                Su pequeño mundo, antaño habitado por ilusiones de prosperidad, por amistades, por proyectos de trabajo y planes de estudio, comenzó a poblarse de fantasmas.
                Tuvo algunos conflictos con su mujer, quien nada le reprochaba pero que, a veces, comentaba como al pasar la situación de conocidos o parientes que habían conseguido un nuevo empleo. Su propia imaginación exageraba esos comentarios y les sumaba los siempre nuevos momentos de desconfianza que recogía en la calle día tras día.
                Una tarde, al volver de una de sus ya rutinarias caminatas, discutió agriamente con su esposa porque la encontró conversando con un vecino, sin siquiera considerar que lo estaban haciendo a la luz del día y en la vereda.
                Se sentía culpable por su situación de desocupado y, de modo inconsciente, quería que otros también lo fueran.
                Por la noche de esa jornada vacía, se fue a dormir sin cenar y, cuando su mujer se metió en la cama y se apretujó contra su cuerpo, él le pidió perdón por la escena que le había realizado pero no pudo consolarla como ella esperaba que lo hiciera.
                Sus amistades dejaron de frecuentarlo y, si bien eso era algo que se había transformado en un signo definitorio de tiempos cuando nadie frecuenta amigos ni se siente inclinado a ayudar al prójimo, Eduardo lo asumió como un problema estrictamente personal.
                Los días siguieron pasando y esos pequeños males crecieron hasta desubicarlo y desesperarlo. Llegó un momento cuando llegó a pensar que un trabajo, cualquiera fuese su naturaleza, restauraría su mundo y se mostró dispuesto a tomar el empleo que le ofrecieran.
                Cierta mañana, mientras recorría la ciudad sin un rumbo determinado, vio un cartel en la entrada de una obra en construcción pidiendo oficiales y peones. Había solo cinco personas en la cola formada frente a la puerta. Sin detenerse a pensarlo demasiado, entró a palpar la situación.
                Los encargados de personal lo observaron con alguna curiosidad pero no le hicieron llenar planillas ni presentar "curriculum" alguno. La única encuesta que tuvo que responder consistió en solo dos palabras: Oficial o peón.
                Oficial de la industria de la construcción no era, aún cuando se sentía más y mejor capacitado que las personas que lo acompañaban en ese momento para ese o cualquier otro trabajo pero, como las reglas de juego no eran aquellas a las cuales estaba acostumbrado, terminó por aceptar un puesto de peón de albañil con un salario ínfimo.
                Sin embargo, cuando se retiró de allí, ya no estaba tan desolado pues tenía una novedad para llevar a su casa y hasta llegó a sentirse contento con una diminuta esperanza que apenas prometía que una parte de su vida pasada comenzaba a retornar.

Del libro de cuentos "Vidas tangenciales" de Raúl Pannunzio

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