martes, 9 de agosto de 2011

PREGUNTAS TARDÍAS


                Pasadas las tres de la mañana, sonó el teléfono ubicado en el living. Me despertó mientras soñaba algo agradable que después nunca pude recordar con alguna precisión. Maldiciendo caminé los doce metros que hay de la cama a la mesa donde está el aparato. Pensé unos segundos tratando de adivinar quien diablos podría estar llamando a semejante hora, levanté el tubo y dije “¿Si?”.
                La voz conocida de Clara, secretaria de un industrial amigo, me preguntó si era yo quien la atendía y, ante mi respuesta afirmativa, dijo:
                - Le ruego que me disculpe por llamarlo a esta hora, pero el señor René se quitó la vida hace pocos minutos y dejó una lista de las personas a quienes debíamos avisar. Usted estaba en el primer lugar de esa lista... Lo lamento mucho...
                - ¿Cómo fue eso, Clara? – pregunté asombrado.
                Su voz se quebró en llanto, volvió a disculparse y colgó sin decir más.
                Lentamente y con el teléfono todavía en la mano, me fui deslizando contra la pared donde me había apoyado, hasta sentarme en el piso. Permanecí quieto no sé por cuanto tiempo, preguntando ¿por qué René, por qué?

                *                             *                             *

                Conocí a René en 1982, cuando asumió como Secretario de una Federación de industrias, donde yo trabajaba en un cargo rentado que tenía el pomposo título de Director General. Las respectivas posiciones dentro de la entidad implicaban que él tenía más autoridad formal, pues su posición era electiva.
                Bastante más joven que yo y más aún que el resto de los empresarios que integraban la Comisión Directiva de la entidad gremial empresaria, nuestra relación transitó varias etapas antes de llegar a ser más amistosa que institucional, más personal que funcional.
                En ese terreno ambiguo que se ubica entre lo amistoso y lo semi patronal, me invitó a visitar la empresa que tenía en Tres Arroyos, heredada de su padre, un francés que se radicó en la Argentina buscando futuro y montó una fábrica muy moderna para los tiempos, no solo cronológicos, que corrían cuando lo hizo.
                Cuando llegué a esa ciudad, René me estaba esperando en la terminal de ómnibus para llevarme a almorzar en el Centro Industrial y Comercial local, donde me recibieron y agasajaron como si se tratara de alguien “importante” (“importantes” para la industria, por ese entonces, eran los funcionarios del gobierno militar, a quienes se podían hacer ciertas solicitudes), me sirvieron lomo de cerdo adobado, un plato especial de la zona, y me presentaron una lista de vinos finos para que eligiera.
                Después del almuerzo, me llevó en coche a su empresa, para mostrarme orgulloso la modernización que había realizado de la planta que le dejara su padre, así como también el nuevo funcionamiento de la misma, algo de lo cual yo entendía bastante poco pero que aceptaba como verdad absoluta, sobre todo porque era él quien lo decía.
                Sin embargo, más que las explicaciones acerca de innovaciones tecnológicas, llamó mi atención el modo como obreros y empleados trataban a su patrón. Era una relación donde se mezclaban, de manera extrañamente equilibrada, bastante respeto con mucho afecto. (“Hola señor René; buenas tardes, señor René”, mientras lo palmeaban).
                Mi anfitrión notó que ese hecho me llamaba la atención y, abandonando su discurso tecnológico, señaló:
                - Esta gente me conoce desde cuando yo era apenas un chico que venía con su padre a verlos trabajar. Muchos de ellos me han tenido en brazos. Como usted comprenderá, me es difícil tener actitudes de patrón con ellos. De todos modos, se trata de personas muy respetuosas, que trabajan bien y que nunca han tratado de aprovecharse de esa situación.
                - Me parece que va a tener muchos problemas cuando se vea obligado a racionalizar el personal, como pide la moda actual – le dije, pensando en voz alta.
                - No podría despedir a ninguno de ellos bajo ninguna circunstancia. Como le decía, los conozco a todos desde que yo era apenas un chico y no sabría como hacerlo - respondió con firmeza.
                Salimos de la empresa horas más tarde y retornamos al Centro Industrial y Comercial, donde aguardamos la hora cuando yo debía volver a Buenos Aires.

                *                             *                             *

                Mi relación con René fue tornándose más y más amistosa con el tiempo. El siguió siendo, por casi cuatro años más, Secretario de la Federación y yo mantuve mi cargo de Director General de la misma.
                Durante esos años, fueron muchas las cosas que cambiaron en el país y muchas también fueron las víctimas de esos cambios. Entre ellas, estaba la empresa de René, la cual, pese a contar con una tecnología de las llamadas “de punta”, no solo no pudo exportar al mundo que le ofrecían como mercado gracias a la globalización, sino que también fue perdiendo sus clientes locales, no por la competencia de las importaciones, sino porque quebraban uno tras otro.
                René llegó, junto con muchos otros pequeños industriales, a una situación que exigía que, si quería salvar aún cuando solo fuera una parte de la empresa, la reducción del personal a menos de la mitad y eso se transformó en un verdadero drama para mi amigo.
                - Se trata - insistía cada vez que abordábamos el tema - de echar a la calle a personas que conozco desde hace un montón de años. No. No puedo hacerles eso.
                - Se trata - decía yo como si pudiera aconsejarlo - de salvar una parte importante de su planta o de perderlo todo. Piense también que, si lo pierde todo, también serán todas esas personas las que se quedarán en la calle. Si despide algunos ahora, es probable que pueda mantener el empleo de otros. Hable con ellos francamente y trate de buscar la mejor solución para todos.
                - Usted no cree lo que está diciendo. Solo se hace el que no entiende - insistía invariablemente -. No se trata de salvar una parte, sino de tener que despedir a hombres que fueron amigos de mi padre y que ahora son mis amigos. Usted mismo me ha dicho en más de una oportunidad que la amistad no es calculable, que no es algo que se puede medir como si se tratara de un caño... No puedo hacer eso. Antes, me pego un tiro.
                Dijo esto último con tal convicción, que me quedé mirándolo, pero descarté, quizás por que me incomodaba demasiado, toda preocupación al respecto, tratando de pensar que solo hablaba metafóricamente. El teléfono sirvió para que me convenciera de que él cumpliría tan absurda promesa.
                Ha pasado bastante tiempo y, más allá de cualquier explicación que busque, yo me sigo preguntando ¿por qué, René, por qué? ¿Me equivoqué tanto y acaso no habíamos llegado a ser amigos?
                Preguntas, por supuesto, tardías.

Del libro de cuentos "Vidas tangenciales" de Raúl Pannunzio

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