martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. I) - Novela


“No son terrenas la comida ni la bebida del insensato.
El frenesí lo impulsa a lo lejos y solo a medias tiene    consciencia de su locura”

                           Johann W. Von Goethe, Fausto.

Cap. I. 26 de julio de 1985

          Han pasado casi dos años desde el momento cuando regresé a la Argentina, después de un exilio forzado de otros cinco años y medio en España. En el momento de mi retorno, encontré mi país con muchas cosas cambiadas, otras no tanto como imaginaba y casi ninguna como yo esperaba. Estoy aún tratando de adecuar mi vida a un lugar muy diferente del que dejé y también distante de las expectativas que fui forjando cuando soñaba volver.
          Ayer, me llamaron para que fuese a ver lo que quedaba de Margarita, la mujer que llenó mi vida amorosa en un pasado que ahora percibo como algo más lejano de lo que esos años indican. Mucho tiempo y muchas cosas sucedieron desde la última vez cuando estuve con ella y ese llamado me sorprendió. Lo hicieron porque estaba muy enferma y, como me explicarían después, porque el mío fue uno de los nombres mencionados en  delirios y, pese a no ser el único, era también el más repetido durante los pocos momentos de lucidez que tenía.
          Pensé no ir. Después de nuestra ruptura y de todas las cosas que pasaron entre nosotros, no encontraba razones para hacerlo, pero finalmente decidí que, en más de un sentido, tenía la obligación de verla. Ella había cubierto una etapa muy importante de mi existencia y volver a enfrentarla iba a significar una prueba para mi capacidad de olvido. Llegué al sanatorio donde estaba internada alrededor de las nueve de la mañana y pregunté en la ventanilla de "Informes" por la sala donde la habían alojado. Me atendió una mujer madura, bastante fea y regordeta, quien, después de observarme con una mezcla de curiosidad y sorpresa, (al menos esa fue la impresión que me produjo), se levantó con desgano, llamó a gritos a una asistente, le dijo que ocupara su puesto mientras ella me "llevaba a ver a la del 405" y, con un gesto imperativo, indicó que la siguiera. Marchamos en silencio por un largo corredor hacia un viejo ascensor que nos hay llevó hasta el cuarto piso y, sin amagar bajarse, señaló con su mano hacia la derecha.
          - La tercera habitación, la número 405 - dijo y se volvió de espaldas.
          La puerta del ascensor se cerró inmediatamente. Miré hacia ambos lados. No vi un solo médico, una enfermera o alguna persona de visita en todo el pasillo. Luego de esperar unos segundos, mientras trataba de encontrar las palabras más o menos adecuadas para decir en el momento de entrar en lo que imaginaba era una sala de internación, caminé unos veinte metros y abrí la puerta. Ingresé en un pequeño vestíbulo donde había una mesa y dos sillas. Allí estaba, Beatriz, la hermana menor de Margarita, a quien yo había llegado a tratar asiduamente y no sin cierta ambigüedad antes de irme a Europa. Llorosa, me pidió silencio con un gesto y me indicó que saliéramos unos instantes de la habitación para explicarme con más detalles el motivo de su llamado. Le costaba trabajo hablar. Comenzó disculpándose por "las molestias que pudiera causarme" y, casi de inmediato, se quejó con amargura de que no le avisara de mi regreso a la Argentina, ya que se enteró del mismo por Carlos, un amigo mutuo. Traté de explicarle cómo me sentía y cuánto me costaba recomponer mis viejas relaciones, sobre todo aquellas que me ligaban a Margarita, pero no lo aceptó, señalando que ya habían pasado más de veinte meses sin que yo diera señales de vida. No tenía una respuesta válida para ese argumento, salvo una disculpa formal y fue lo que hice. Ella, con un gesto de impaciencia, cambió de tema, retomando los motivos que tuvo para citarme.
          - Te llamé porque te nombra continuamente.
          Esperó algunos instantes como si dudara en decir lo que estaba pensando y continuó con algo de agresividad:
          - Nombra a muchos hombres, hay algunos que es probable que conozcas... Pero solo en tu caso lo hace siempre pidiendo que vengas. No se qué puede significar eso para alguien que falta desde hace tanto del país, pero te pido que la veas. Acá, los médicos dicen que le queda muy poco tiempo. Casi no tiene lucidez, salvo algunos momentos y entonces es cuando más te llama. No sé, tal vez puedas hacer algo. Qué se yo, algo como ayudarla a bien morir.
          - ¿Qué es lo que le pasa? - pregunté con más curiosidad que ansiedad y creo que Beatriz lo percibió, pues levantó los ojos para mirar directamente los míos.
          - Qué es lo que no le pasa... Hace mucho que dejaste de verla; ¿no es cierto?
          - Casi nueve años.
          Su cara mostró asombro. Yo también me asombré de que fingiera no recordar algo en lo cual, en más de un sentido, ella había participado.
          - Es demasiado tiempo - dijo cansinamente y sin tomar en cuenta mi gesto -. Ha cambiado tanto. No es la mujer que conociste. No encuentro palabras para decirte cuánto se ha transformado y en qué se ha transformado.
          Yo no podía imaginar nada y tampoco deseaba hacerlo. Mientras Beatriz trataba de advertirme de lo que encontraría tras la puerta de la sala, opté por no pensar en nada. Tampoco ella daba la impresión de querer hablar de mi pasada relación con su hermana. No obstante, creí notar (tal vez solo era un prejuicio) que nunca empleaba la palabra persona para referirse a quien estaba internada en la habitación contigua, pero no quise preguntar por los motivos que pudiera tener a ese respecto. Solo dije algo circunstancial y tonto:
          - Lo supongo. Tanto tiempo no deja nada igual. Nada es lo mismo que dejé cuando me tuve que ir del país. Tampoco yo soy el mismo.
          Me observó como si quisiera tomar de nuevo nota de mi estado de ánimo y contestó:
          - En el caso de ella, la diferencia es enorme. No se parece en absoluto a la mujer que alguna vez conociste, ni física ni mentalmente. Físicamente, está muy pero muy mal, casi destruida. Mentalmente, varía de un momento a otro. No sabría cómo explicártelo bien. Pasa de un estado de lucidez total a delirios espantosos. Te nombra, te llama cada vez que logra coordinar algunas ideas.
          Volvió a mirarme, tal vez para constatar el efecto de sus palabras o aguardando algún comentario o alguna pregunta. No los hice y ella continuó:
          - Fue solo por eso que te pedí que vinieras... Ahora, cuando te veo, no creo que llamarte haya sido una buena idea.
          Daba otra vez la impresión de querer prepararme para un choque y, en algún sentido, protegerme. Decidí poner las cosas en su lugar, reiterándole que también yo había cambiado y que ya era una persona muy diferente de aquella con quien intimara alguna vez. Después, en una forma que pienso fue hasta descortés porque me sentía culpable, miré mi reloj y dije:
          - Creo que ya es tiempo de entrar.
          - Me parece que sí, - murmuró - mejor pasamos a verla. Creo que está despierta.
          Se adelantó para abrir la puerta pero no entró sino que se quedó parada a un costado y, después de unos pocos instantes, me hizo ingresar solo a un cuarto en penumbras, dentro del cual lo primero que se destacaba era un fuerte olor a desinfectante. A medida que mis ojos se iban acostumbrando a esa relativa oscuridad, identifiqué una serie de aparatos a los cuales estaba conectado un cuerpo humano. Me dirigí hacia un ventanal para correr las cortinas y me detuvo un ruego.
          - Por favor, no.
          - Está bien... ¿Te molesta la luz?
          - Me molesta que me vean...
          Se mantuvo callada, como si tratara de reconocer al que le hablaba. De golpe, como quien no cree en lo que está viendo, preguntó:
          - ¿Andrés?
          - Si - respondí.
          -¿Por qué viniste? ¿Querías ver el resultado de tu obra? – comenzó a gritar - Pues bien, aquí está, mirala. Supongo que estarás satisfecho.
          - ¿Mi obra? - contesté sorprendido - Que yo sepa, nunca hice nada que te diera alguna razón para ese reproche. Creo, más bien, que...
          Me interrumpió con otros gritos acerca de una supuesta conducta que, con relación a ella, mantuve en un pasado ahora remoto, cuando, de manera ambigua, habíamos convivido y comenzó a tirar con mucho esfuerzo las ropas de la cama. Trató también de quitarse la bata y pude ver que sus piernas no mantenían siquiera un poco de las estupendas formas de antaño. Eran nada más que huesos salientes sobre piel ajada, colgante.
          Los gritos hicieron que su hermana volviera al cuarto, preguntando qué pasaba. Margarita la ignoró por completo y siguió gritándome. Beatriz trató de tranquilizarla con gestos pero no pudo hacerlo. Se dio vuelta para mirarme y después volvió sobre la enferma y murmuró algo en su oído. No sé qué pudo haberle dicho, pero Margarita calló por unos segundos, para reiniciar enseguida su patético discurso. Solo se calmó cuando yo ya salía disparado hacia el pasillo.
          Lo último que le oí decir fue "no te vayas de nuevo, por favor, no te vayas". 

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