martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XXIV) - Novela


Cap. XXIV. 16 de abril de 1977.

          A las tres de la tarde, sale mi avión hacia Madrid. He pasado la noche en vela, junto Carlos y el doctor Wissenglaube, quienes vinieron a mi casa, no solo para acompañarme en mi último día en Buenos Aires, sino también para asegurarse que nada me pase, pues, cuando llegué, la tarde anterior, el portero del edificio me entregó un mensaje con un número telefónico, el cual había sido dejado por alguien que, "por un hombre joven, quien solicitó que usted lo llame urgentemente". Cuando disqué ese número, me contestó un empleado de la Dirección General de Cementerios de la Ciudad de Buenos Aires. Me asusté, no tanto por el contenido de ese mensaje, sino porque era obvio quienes eran sus remitentes y el conocimiento que ellos tenían de todo cuanto yo hacía o dejaba de hacer. Acepté viajar en una línea aérea no argentina o, más exactamente, por medio de una empresa estadounidense, porque pensaba que retirar un pasajero ya embarcado en uno de esos aviones era mucho más difícil que hacerlo de una aeronave argentina, aún cuando no por completo imposible para alguno de los tantos servicios de represión, militares o paramilitares, policiales o parapoliciales.
          El teólogo quiso acompañarme hasta el momento cuando yo abordara el avión, cosa que acepté de buena gana, lo mismo que rechacé similar ofrecimiento de Carlos, porque pensaba que mi amigo correría más peligro que el catedrático si lo veían en mi compañía. Llegamos al aeropuerto con dos horas de anticipación y Beatriz, como lo prometiera, estaba allí. Una hora y treinta minutos más tarde, me embarcaba. Ella, algo triste, me besó en la mejilla y reiteró que aguardaría mi regreso. Wissenglaube, quien nos contemplaba con su habitual sonrisa irónica, permaneció a mi lado hasta el momento cuando ascendí a la rampa de salida. Ambos fueron a la terraza del aeropuerto, donde esperaron la partida del avión. Carlos ya se había marchado. No me sentí tranquilo hasta el momento cuando cerraron las puertas, porque no sería la primera oportunidad en que un grupo armado secuestrara alguien ya embarcado. Miré por la ventana y vi al teólogo y Beatriz junto a otra mujer, respecto de quien quise creer que era Margarita pero no pude confirmarlo, porque estaba inclinada sobre la baranda, sin mostrar su cara.
          Cuando el avión carreteó por la pista, me distendí definitiva y completamente. Ya no podrían hacer nada en contra mío. (Más tarde, llegaría a la conclusión que nunca quisieron matarme. Yo no pertenecía a ningún grupo político opositor ni tenía siquiera posesiones de valor económico suficiente como para justificar un operativo de alguno de los tantos órganos de represión). No obstante, fueron otras las cosas que comenzaron a incomodarme, tales como el hecho de tener que salir huyendo de mi suelo, dejar atrás todos mis afectos y mi trabajo o tener que interrumpir una carrera académica que prometía aunar labores amadas con satisfacciones personales. Pensar que no tenía otra salida resultaba un muy pobre consuelo.

                                  *                       *                       *

          El avión aterrizó en el aeropuerto de Madrid ya pasada la medianoche. El doctor Wissenglaube había dispuesto las cosas de tal manera que allí me estaban aguardando el secretario académico de la Facultad de Filosofía barcelonesa que me había contratado, apellidado Berenguer, junto con un colega, un profesor de Filosofía de las Ciencias llamado Joan Amenós y a quien casi no volví a ver. Ambos me llevaron en un coche hasta un hotel céntrico. Durante ese corto viaje, hablamos de la situación interna de la Argentina, así como de cuanto ella afectaba a personas como yo. Parecían tener información, no solo muy detallada, sino también a veces más completa que aquella que yo poseía. Respecto de las razones de mi presencia en España, creo que exageraron los riesgos implícitos en mi traslado.
          - Sabemos de dónde viene. Tome usted un descanso. Mañana tendrá que subirse a otro avión. Durante el viaje, hablaremos sobre su trabajo en nuestra Universidad - dijo Berenguer cuando llegamos al hotel.
          A la mañana siguiente, durante el desayuno, mis anfitriones me informaron acerca de las expectativas que, respecto de mis méritos profesionales y académicos, existían en Barcelona.
          - Monseñor Wissenglaube - señaló Berenguer. como quien se refiere a un dictamen incontrastable - ha dicho al cuerpo rector de nuestra Facultad de Filosofía que usted constituye la más grata sorpresa que ha tenido, no solo en su visita a la Argentina, sino también en, por lo menos, sus últimos diez años de actividad recorriendo el mundo. La palabra de ese eminente teólogo es respetada en un grado que quizás usted no imagina. Nos asombra, de todos modos, su juventud. A decir, verdad, esperábamos una persona mucho mayor.
          - El doctor Wissenglaube - respondí con sinceridad - exagera. Me conoce de hace menos de un año y yo solo he escrito un trabajo que ha sido editado. Sobre semejante base, es difícil acumular y justificar una montaña de méritos.
          - Hemos leído ese trabajo - dijo el acompañante de Berenguer - y, si como usted dice, es su primera obra orgánica, no lo dejaremos partir nunca de España, porque su futuro académico se nos antoja más que brillante.
          Proseguimos nuestra conversación intercambiando halagos y, cuando llegó la hora, retornamos al aeropuerto de  Madrid para volar a Barcelona.

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