lunes, 8 de agosto de 2011

PAN PARA HOY


                “Acudían asiduamente a la enseñanza de
                los apóstoles, a la convivencia, al reparto
                del pan y a las oraciones”.

                               Hechos de los Apóstoles, 2. 42.

                Federico Balayán o “el Turco Balayán” como lo llamaban sus amigos del barrio de Caballito (una transposición de nacionalidades que hubiera resultado tan ofensiva como decirle nazi a un judío o judío a un musulmán en cualquiera otra parte del mundo) no participaba del carácter bastante cerrado de la comunidad armenia. Era, más bien, un típico “buscavidas”, cuya existencia transcurría al margen de todo aquello que no fuera pasarla bien con el menor esfuerzo posible.
                Nacido en una familia de clase media que seguía apegada a las tradiciones de dicha comunidad, fue expulsado varias veces de su casa por un padre severo y cansado, tras reiterados fracasos como estudiante secundario. Pudo regresar otras tantas veces gracias a los ruegos de su madre, para ser nuevamente arrojado a la calle poco tiempo después por causas más o menos parecidas.
                Cuando, tras una enfermedad incurable en la cual su familia tuvo que gastar hasta lo que no tenía, su padre murió, él pasaba por uno de esos frecuentes períodos de ostracismo familiar.
                Ante la nueva situación, retornó al hogar, no tanto para ayudar a su madre y su hermana, sino más bien porque ya no le quedaba un sitio donde comer y dormir bajo un techo.
                No obstante y de un modo un tanto nebuloso, cobró consciencia de la situación de los suyos y hay que reconocerle que, por lo menos, trató de trabajar.
                La comunidad armenia, más por tradición que por alguna razón fundada en el reconocimiento de su persona, quiso de ayudarlo. Le dieron un puesto como vendedor en un negocio pero, después de comprobar que no servía para estar tras un mostrador atendiendo gente no siempre agradable, le ofrecieron la representación de varias fábricas de zapatos en el interior del país, algo que él aceptó con la misma neutralidad de ánimo que mostraba para todo. Le entregaron un automóvil para que pudiera movilizarse pero duró tan poco en esta labor, cuanto la había hecho en la anterior. Lo despidieron a las pocas semanas, mas no pudieron quitarle el vehículo, porque ya lo había vendido.
                El escandalete derivado de esa torpe estafa no tuvo consecuencias. Sus circunstanciales benefactores, pese a que, como le dijeron, podían haberlo denunciado por abuso de confianza, no tomaron represalias por compasión hacia sus familiares. Sin embargo, el apoyo que recibiera fue trasladado a éstos, en forma de un empleo para su hermana y algunas dádivas para su madre.
                El Turco estaba de nuevo en la situación de casi siempre, sin trabajo pero con techo y comida porque su familia lo toleró más de lo imaginable, situación que disfrutó solo hasta cuando algunos miembros prominentes de la comunidad armenia presionaron para que lo echaran otra vez a la calle y éstos no pudieron soportar esa presión.
                Por un tiempo, se las arregló para conseguir donde comer y dormir pero los timbres que apretaba continuamente comenzaron a enmudecer, con sus pilas secas, como dice el tango.

*                             *                             *

                Fue en un acto político oficialista, al cual dejó que lo llevaran a cambio de cinco pesos, un “choripán”, dos empanadas y un vaso de vino barato, donde escuchó la frase “pan para hoy, hambre para mañana” y la interpretó exactamente al revés de lo que quería decir un entusiasta orador que pedía, en función de vagas compensaciones futuras, nuevos esfuerzos y sacrificios a la población.
                En ese momento, Federico estaba mirando el pan que llevaba a su boca y solo podía o quería pensar en él.
                Durante el transcurso de una ceremonia que le supo aburrida, gritó todas las “consignas” que le habían dado por escrito y lo hizo bastante más fuerte que el resto de quienes estaban en torno suyo, sin detenerse un solo instante a analizar qué era lo que decían esas consignas o si estaba de acuerdo o no con ellas.
                Un “puntero” de barrio llamado Ricardo Claudio Pérez Aguirre, Ricki para sus allegados, se encontraba parado lo suficientemente cerca como para escucharlo, aún cuando lo mismo habría sucedido en el caso de encontrarse más lejos, dado el poder de la garganta y los pulmones del Turco. Inmediatamente, le propuso ir a otro acto que se realizaría una semana más tarde en San Isidro, donde, lo previno, “podía haber algunos problemas, porque es territorio enemigo”.
                - No tengo ni un peso partido al medio. No sé como quiere usted que haga para viajar hasta allí - fue su respuesta.
                - ¿Y los cinco pesos que te dimos hoy? - preguntó el otro, entre desconfiado y divertido.
                - Son cinco “panchos” para esta semana. Si tengo que pagarme un viaje hasta San Isidro, me quedo por completo en bolas - contestó.
                El “puntero” lo miró con curiosidad, pensó unos instantes como sopesando las palabras de Federico, sacó un fajo de billetes sobrantes de la suma que había recibido para llevar gente al acto, separó diez pesos a los cuales, después de un nuevo gesto meditativo, sumó otros diez y se los dio junto con una recomendación:
                - El sábado que viene, a las diez de la mañana, te espero en Plaza Italia. Si conocés gente que quiera venir, hay tres pesos para cada uno, además del viaje y la comida... Ah, también te daré dos pesos adicionales por cada acompañante que me traigas. No me falles.
                No le costó mucho trabajo juntar diez individuos tan marginales como él y se preparó para recibir los veinte pesos adicionales cuando llegara al lugar de la cita.
                Se los dio el mismo Pérez Aguirre, quien, con un gesto, rechazó un amago del Turco de devolver parte del dinero que le había entregado cuando acordaron volver a reunirse y le dijo:
                - No, no. Te los podés guardar, son tuyos. No era plata a cuenta de la gente que trajeras hoy sino una muestra de confianza para que veas que, a mi lado, podés hacer carrera.
                Descreído de casi todo aquello que no pudiera ver, palpar, oler o morder directamente, no tomó demasiado en serio esa promesa, pero lo mismo asintió con un gesto humilde, casi servil. Al fin de cuentas, por primera vez en toda su existencia, cobraba casi treinta pesos en un solo día, sin hacer prácticamente nada y con almuerzo gratis incluido.

                *                                             *                                             *

                Había transcurrido la mitad del acto, cuando vio como un grupo de personas se paró frente a su benefactor, haciendo algunos ademanes un tanto bruscos. Le pareció que querían agredir a Ricki, corrió a interponerse y, parándose delante de él, comenzó a repartir trompadas a diestra y siniestra. No lo impulsaba el afán de defender una persona o la ideología que ella representaba y a favor de la cual se desgañitaba gritando. Solo trataba de salvar una precaria pero actual fuente de ingresos que veía en peligro.
                Como era bastante corpulento y fuerte, armó tal desparramo entre los supuestos agresores que, en apenas unos minutos, ya nadie estaba a menos de tres metros de su eventual jefe. Hasta algunos acólitos tuvieron que alejarse, ante el riesgo de recibir un golpe.
                Pérez Aguirre creyó que Federico había arriesgado su físico o, más aún, su vida para protegerlo y se sintió sincera y profundamente halagado. Reiteró la promesa de un futuro seguro y lo invitó a un “almuerzo de trabajo” de dirigentes de los “sectores medios del partido”, algunos de los cuales hasta merecieron la calificación de “muy importantes”.
                El Turco, no bien escuchó la palabra “almuerzo”, aceptó sin siquiera averiguar la dirección donde se haría esa reunión y cuáles serían las cuestiones a tratar en la misma. Tampoco pedió dinero para viajar, lo cual reforzó la opinión de Ricki de que estaba frente a un ladero incondicional, el primero que había conseguido en su relativamente larga existencia como dirigente barrial.
                -¿Dónde estás parando? - le preguntó con la intención de irlo a buscar y llevarlo al lugar donde se realizaría dicha reunión.
                - En casa de algún amigo que me deje pasar la noche o, si no, donde y como pueda – fue la respuesta de Federico.
                - ¿No tenés familia? - insistió el “puntero”.
                - No. Por lo menos, no tengo una familia que quiera recibirme... Dificultades políticas con mis padres. No sé si me entendés, ellos no piensan como nosotros... - contestó Balayán con un tono entre cómplice y lastimero.
                - Bien, - dijo decidido Ricardo - si ni ofrecimiento no te ofende, puedo llevarte a mi casa. Allí tenemos un cuarto desocupado en el fondo.
                Después de expresar algunas dudas que no tenía y de simular un poco de vergüenza que tampoco sentía, el Turco terminó aceptando. Conoció así a la familia de su jefe, la cual lo recibió con algunas muestras de desconfianza que él supo disipar con una cortedad que fue interpretada como timidez.
                Esa noche, no solo tuvo comida y cama gratis, sino que también pudo lavar su ropa y bañarse a gusto por primera vez en varios días.

                *                             *                             *

                La reunión a la cual acompañó a Pérez Aguirre fue otra completa novedad en su vida. No se encontró con caras conocidas, cosa que aceptó como una ventaja. Escuchó a varias personas hablar de planes y proyectos, por lo general reducidos a diversas “tareas” a llevar a cabo en actos partidarios y no partidarios; percibió pronto el modo cómo funcionaban algunos mecanismos de subordinación personal por las reiteradas apelaciones a la “lealtad” que hacían todos los asistentes, pero no habló en absoluto, pese a que, en algún momento, uno de los presentes, quizás para tantearlo, pidió su opinión respecto de ciertas medidas que pensaban tomar en lo inmediato.
                Ni remotamente sabía qué debía responder y temía exponerse a decir algo fuera de lugar pero Ricardo vino en su auxilio:
                - Mi amigo, el compañero Balayán, es nuevo en nuestro sector del movimiento, pero puedo dar fe de que se trata de un elemento valioso. Lo ha demostrado en más de una oportunidad. Es un hombre de acción no de palabras.
                Al “elemento valioso”, en realidad, poco le importaban las tareas, los planes, los proyectos, la ideología, la lealtad o las razones que ostentaban sus flamantes compañeros. Tampoco ellos le interesaban en modo alguno, en tanto no buscaran competir por su recién ganada posición en el mundo. Con sagacidad instintiva, trataba de mantenerse a la sombra de su flamante protector y pasarla lo mejor posible.
                A la salida, Ricki le dijo:
                - Por ser la primera vez, estuviste muy bien. Ya te conocen y estoy seguro que te respetan.
                Federico se encogió de hombros, contestó, usando un “señor Ricki” que suponía, al mismo tiempo, un trato tan respetuoso, cuanto confianzudo, que eso se debía a que lo vieron “al lado de su jefe” y el otro sonrió de nuevo satisfecho.

                *                             *                             *

                Meses después de haber conocido al “puntero”, Federico visitó la casa de su madre. Llevaba una torta de ricota, comprada de apuro en una pizzería cercana, como regalo para ella. Fue quizás la única oportunidad cuando lo vieron con las manos ocupadas por algo que no significara pedir.
                Estaba aseado y hasta se podría decir que bien vestido, pero su progenitora lo miró con desconfianza y le preguntó en qué andaba, pregunta que, en idéntico tono, reiteró su hermana.
                - Mire vieja, estoy trabajando en una asociación gremial - mintió a medias, porque Pérez Aguirre había logrado que lo nombraran en un sindicato y en un cargo ficticio - y me pagan bastante bien.
                Sospechó de pronto que un alarde de dinero podía generar reclamos de sus anfitrionas y se corrigió:
                - Bueno, mi sueldo no es muy grande que digamos pero saco lo suficiente como para alquilar una pieza en una pensión de San Telmo, vestirme y comer, así que no tienen porqué preocuparse. No vengo a pedirles nada.
                La madre lo miró con pena, la hermana se encogió de hombros y ninguna de las dos mencionó la posibilidad de un retorno al hogar.
                Dos horas después, Federico dejaba el que antaño fuera su hogar, prometiendo volver, “no bien disponga de algún momento libre, porque hay mucho trabajo pendiente”.

                *                             *                             *

                Se quedó en casa de Ricki solo unas pocas semanas, no por pudor u otra razón semejante, sino porque la mujer de su protector, una morochona gorda, sudorosa y con su pelo teñido de rubio, después del rechazo que manifestó el día cuando su marido se lo presentara, comenzó un acercamiento que pronto se transformó en acoso.
                Federico, que nunca se había destacado por sus prejuicios estéticos o por sus fidelidades de tipo amistoso cuando había sexo de por medio, intuyó que la situación podía llegar a desbordarlo al punto de hacerle perder todo lo logrado en sus nuevas relaciones si pronto no le encontraba una salida. Insinuó a la gorda que podrían encontrarse en otra oportunidad en algún sitio menos riesgoso que la casa de su jefe y, cuando ella pidió precisiones, la mandó al departamento de un compinche pero él no fue.
Explicó a Pérez Aguirre su partida diciendo que había aceptado la oferta de un cuarto por parte de un amigo, “porque no quería seguir viviendo de prestado y causando molestias”.
                Su vida, no obstante ese tropiezo, se mantuvo dentro del curso que tomara a partir del momento cuando conoció a Ricardo Pérez Aguirre. Supo que la gorda se enredó con el habitante del lugar donde la mandara y eso no lo molestó en absoluto pues hizo que la mujer se olvidara del desaire y no dijera nada a su marido.
                Federico Balayán continuó reclutando menesterosos, cada vez con más facilidad y en mayor cantidad, para que fueran a los actos partidarios a cambio de dos pesos para él y tres, el viaje y la comida para cada uno de quienes lo acompañaran. Seguía recibiendo sus cinco pesos por presentarse y continuaba parándose siempre al lado de Ricki, sin tratar de ascender en la estructura del movimiento para no hacer sombra a su jefe y tampoco arriesgar ese “pan para hoy” que había llegado a sus manos como caído del cielo.

Del libro "Cuentos de la convertibilidad" de Raúl Pannunzio

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