martes, 9 de agosto de 2011

VIDAS TANGENCIALES


 ( NUNCA ES DEMASIADO)

                Cuando el tema es el dinero, existen dos premisas básicas que sirven para mantener el equilibrio de la sociedad: Si alguien es pobre en extremo, cualquier cantidad puede conformarlo, resulte o no suficiente para sus potenciales o reales necesidades. Cuando se tiene mucho más de lo imprescindible, ninguna cifra, por grande que llegue a ser, termina cubriendo todas las expectativas. Los ricos quieren ser cada vez más ricos, sea como fuere, y los pobres quieren sobrevivir, también como sea.
                En un mundo así concebido, donde la competencia es base para cualquier logro, no existen vidas paralelas sino tangenciales.
Se trata de pares de individuos a quienes el destino reunió, por casualidad antes que por afinidad, en un momento cualquiera de sus existencias y que, después, va distanciando gradualmente. Es probable que uno de ellos recuerde siempre ese momento, pero el otro seguramente querrá olvidarlo, porque ambos reiteran la imagen geométrica de la recta que toca la curva en un solo punto.

                *                             *                             *

                Fermín García y Alberto Carbone venían de familias de clase media y se conocieron cuando ambos ingresaron al secundario.
                El padre de Fermín era ingeniero civil, allá por los años sesenta, cuando un título universitario conservaba algún valor y aseguraba un relativo buen pasar. El de Alberto era un empleado público de mediana jerarquía, con ingresos suficientes como para no sufrir estrecheces.
Ambos progenitores deseaban para sus descendientes un futuro que, en el caso de Fermín, implicaba la continuación de una tradición familiar y, en el de Alberto, lograr que éste se transformara en un médico, en un abogado, en un odontólogo, en un escribano o en un profesor de colegio secundario, en ese orden de prioridades.
                Ninguno de los adolescentes participaba de tales proyectos pero tampoco los rechazaba. Para ellos, esos eran tiempos de espera, no de decisiones.
                García era un estudiante más que bueno y aventajaba en mucho a su compañero, quien se aprovechaba, tanto de los talentos de Fermín, cuanto de la generosidad con la cual éste se brindaba.
                Se graduaron juntos y tomaron por caminos diferentes, porque sus elecciones, en materia de carreras universitarias, fueron afines a sus personalidades. Carbone se inscribió en la Facultad de Derecho, tanto porque se lo pidieron sus padres, cuanto porque no le interesaba realmente ninguna carrera en especial. Su condiscípulo, trató de canalizar sus incipientes inquietudes humanistas, estudiando Sociología y desoyendo los consejos de sus familiares quienes veían poco futuro económico en esa carrera. Los encuentros entre ambos se fueron espaciando insensiblemente, hasta tornarse casuales.
                La vida tiene algunos accidentes que desdicen las expectativas racionales y la existencia de Fermín de pronto se volvió dificultosa. Su padre murió de un infarto y tuvo que hacerse cargo de su madre y de dos hermanas menores. Todo su brillo como estudiante pasó a un segundo plano, pese a lo cual, sin cumplir con la tradición que pedía otro ingeniero pero con mucho esfuerzo, se graduó como sociólogo.
                Alberto, con algunas dificultades de otro tipo y en mucho más tiempo, llegó a ser abogado como lo esperaba su familia.

                *                             *                             *

                Con el título en sus manos, Fermín quiso ser docente universitario y lo logró en un relativo corto tiempo, triunfando en un concurso de oposición.
                Alberto se incorporó a un estudio jurídico muy importante, pero en un cargo secundario.
                Promediaban los años setenta y los cambios en la sociedad argentina comenzaron a ser cada vez más bruscos.
                Poco después del golpe militar del setenta y seis, García perdió su cargo de profesor universitario de sociología, públicamente acusado de dictar cursos con “inocultables contenidos marxistas”, pese a que siempre había sido un crítico bastante serio de las posiciones filosóficas del pensador alemán.
                Su vida quedó truncada, porque esa vida casi se reducía a su amada tarea pedagógica, a lo cual se sumaba que ese despido público, como antecedente, lo inhibió para conseguir trabajo, ya no solo en la esfera docente, sino también en otros ámbitos de una sociedad que, entre asustada e insensible, trataba de ignorar todo cuanto sucedía con muchos de sus miembros.
                Pasó momentos duros y terminó emigrando a Francia, cuando alguien lo informó que corría serios riesgos de pasar pronto a integrar alguna de las ya muy pobladas listas de desaparecidos porque integraba otra lista: La de los sospechosos.
                No pudo revalidar su título académico en Europa, pues, con el apuro por escapar, no reunió la documentación necesaria y tampoco le fue remitida desde la Argentina, porque había sido retenida por las nuevas autoridades de la Universidad donde dictara su cátedra. Tuvo que trabajar en aquello que pudiera conseguir. No utilizó su exilio como fuente alternativa de ingresos o, al menos, de prestigio, tal como hicieron otros expulsados del país, porque eso repugnaba su concepción de la moral, tan poco pragmática como la de cualquier otro miembro genuino de la clase media.
                Su buena estampa y su aire de niño desamparado contribuyeron para que, en más de una ocasión, alguna francesa deslumbrada tratara de ayudarlo, pero tampoco quiso explotar esa circunstancia, sino que terminó enamorándose de una hermosa parisina tan pobre y desubicada como él, quien había llegado a adorarlo al punto de, no solo compartir sus estrecheces, sino también de estar dispuesta a seguirlo adonde fuera.
                De esa forma un tanto extemporánea, Fermín cumplió con una parte de los mitos de los porteños de principios de siglo, según cuenta el tango, pese a que nunca llegó a ser “un morocho y argentino, rey de París” y trabajó hasta de lavacopas.
                Cuando pudo regresar a su suelo, ella lo acompañó con un hijo de ambos. En su país, no le fue mucho mejor que en su exilio. No recuperó su cátedra, ya que la misma había sido cubierta por personas con “mejores antecedentes”, no de tipo académico pero sí de origen político, y tuvo que conformarse, para poder sobrevivir penosamente con su esposa y un hijo nacido en el exterior, con todas las horas de clase que pudo conseguir en varios colegios secundarios.
                No obstante ese relativo infortunio, nunca pensó en cambiar su conducta y terminó conformándose con subsistir con algún resto de decoro. Ganaba estrictamente lo necesario para vivir; sus alumnos casi lo veneraban; sus colegas que, cuando tuvo que recomenzar la tarea docente, lo miraban con recelo por tener antecedentes académicos universitarios, ahora lo respetaban. Todo eso era, para él, suficiente, aunque hubiera deseado ganar un poco más y así estar poco mejor, sobre todo por su mujer.
                Ella, sin embargo, nunca se quejó de la vida que llevaban, quizás porque amaba y se sentía amada y, con solo eso, le bastaba para enfrentar el presente y alimentar algunas tenues esperanzas para el futuro.
                Ambos sabían que los grandes sueños de la juventud ya nunca se realizarían, pero los fueron trocando por pequeñas realidades, las cuales, no por pequeñas dejaron de ser amables y amadas.

                *                             *                             *

                La carrera de Alberto fue simétrica con la personalidad oportunista que ya había manifestado cuando era compañero de Fermín: Tan opaca cuanto ascendente.
                Durante la primera parte del tiempo que duró el exilio forzado de su ex condiscípulo, estuvo empleado en un importante estudio jurídico, indirectamente ligado a empresas estatales, por entonces en manos de los militares y realizando negocios con y para los mismos.
                Algunos de sus compañeros de trabajo, quizás asqueados por lo que estaba pasando en el país, con muertes y desapariciones constantes, quizás temerosos de un futuro que adivinaban conflictivo o, cuando menos, complicado, dejaron su puesto en ese estudio y él comenzó una lenta escalada que lo llevó, de ser apenas asistente de un abogado notorio, a miembro de la dirección.
                Para sus superiores inmediatos, daba el perfil necesario. No lo consideraban un profesional brillante o, por lo menos, idóneo, sino un “pobre infeliz” de quien no había por qué desconfiar, ya que no se lo estimaba capaz de iniciativa alguna.
                En tiempos cuando la sospecha es un componente relevante en todos los juicios de carácter, ese perfil resultaba más que suficiente para que se lo apañara, en el supuesto de que siempre estaría disponible para ser usado, lo cual no era del todo cierto pues Alberto tenía una meta clara en su vida y, para alcanzarla, era capaz de cualquier cosa.
                Las noticias del destierro de quien fuera su camarada de la adolescencia le llegaron por casualidad y recibieron de su parte el comentario propio del círculo de personas que frecuentaba: Por algo habrá sido.
                Cuando la Argentina retornó, al menos formalmente, a la democracia, el estudio jurídico al cual ya pertenecía con alma y vida se ocupó de defender a empresas de servicios que habían firmado contratos, a todas luces lesivos para la economía del país, con los gobiernos de turno, para tratar que los mismos no fueran anulados o, en caso que lo fueran, para litigar contra el Estado demandando reparaciones económicas exorbitantes.
                El destino quiso que, con el tiempo, su jefe directo y protector llegara a manejar, desde un sector de la administración pública, parte del proceso de privatizaciones encarado en los años noventa.
                En silencio y sin que nadie lo notara (o lo denunciara, lo cual, en tiempos cuando los medios de comunicación han devenido parámetros de juicio para la conducta de las personas, viene a ser lo mismo) Carbone fue amasando una fortuna lo suficientemente grande como para transformarlo en un “buen partido” en ciertas esferas sociales.
                Su matrimonio con una heredera completó un círculo trazado, a no dudarlo, por un hado quizás miope pero avisado, sin dudas, de los tiempos que corrían.
                La gran masa de dinero acumulada nunca hizo que pensara en la alternativa de retirarse a disfrutar su opulencia, abandonando una conducta evidentemente exitosa. Siguió acumulando dinero sin detenerse a analizar los medios empleados y, cuanto crecía su fortuna, mayores eran sus urgencias relacionadas con su engrandecimiento.
                Nunca es demasiado se transformó en su frase predilecta.

                *                             *                             *

                Fermín y Alberto no volvieron a buscarse por razones personales tan opuestas como las esferas sociales donde ambos moraban. Ni siquiera llegaron a sentir alguna curiosidad por saber qué había pasado o que estaba pasando con el otro.
                Se reencontraron solo una vez y por obra de la casualidad, durante un acto de inauguración de un nuevo y moderno piso destinado a reemplazar el que ocupaba una sección de uno de los colegios secundarios donde el sociólogo dictaba algunas de sus horas de clase.
                El ahora profesor de enseñanza media había concurrido a esa reunión, junto con su mujer y su hijo, a desgano y porque prácticamente lo obligaron. Pudo, mediante una serie de pretextos poco creíbles - tal vez por eso mismo aceptados sin mayores objeciones - eludir pronunciar un discurso de ocasión pedido por el rector.
                El abogado, en cambio, acompañaba con gusto a su esposa, pues ésta fue nombrada madrina del establecimiento como reconocimiento a una serie de donaciones que había realizado, razón por la cual, en la oportunidad, recibía el homenaje de las autoridades del establecimiento.
                Se vieron y saludaron a la distancia con un movimiento de cabeza. No se acercaron para hablar posiblemente porque nada tenían ya que decirse.
                Sus mujeres, en cambio, se observaron mutuamente con bastante detenimiento.
                La francesa envidió, solo por unos instantes, la ropa de la esposa de Alberto y se consoló pensando en lo mal que la lucía.
                La otra no pudo evitar reconocer la elegancia y belleza de la mujer de Fermín y se preguntó por qué, con un aspecto capaz de enloquecer a cualquier hombre, no buscó un mejor partido y se conformó con un profesor de colegio secundario, seguramente un muerto de hambre.
                Dos horas más tarde, Fermín y Alberto retomaban los divergentes caminos que les habían marcado Dios, el destino o que eligieron ellos mismos.

Del libro de cuentos "Vidas tangenciales" de Raúl Pannunzio

No hay comentarios:

Publicar un comentario