martes, 9 de agosto de 2011

ERA APENAS ESTO



                Héctor Bertoni y Luis Simonetti nacieron en el mismo pueblo del centro de la provincia de Buenos Aires, con solo dos meses de diferencia y a tres cuadras de distancia.
                Los ayudó a venir al mundo doña Josefa, una vecina que actuaba de comadrona “sin patente”, como ella misma definía la ausencia de un título que la habilitara para el oficio de partera y a quien los pocos médicos que había en esa localidad toleraban, tanto porque era eficiente, cuanto porque no interfería demasiado en sus trabajos y, sobre todo, en sus ingresos. Crecieron juntos, fueron a la misma escuela primaria y al único colegio secundario que allí existía, donde se graduaron como bachilleres. Fracasaron juntos en sus tibios intentos de llegar a ser profesionales con título universitario y juntos se condenaron, casi de por vida, a trabajar en la principal empresa del lugar, un molino harinero donde recalaban casi todos los jóvenes lugareños que superaban el colegio secundario pero no lograban transformarse en abogados, médicos, odontólogos, ingenieros o por lo menos escribanos. Solo no terminaban allí aquellos que emigraban en la búsqueda de horizontes un poco más amplios.
                Las carreras que ambos tuvieron en esa empresa fueron una de las primeras diferencias más o menos notorias que aparecieron entre ambos.
                Luis llegó a Jefe de Personal después de solo cinco años de permanencia en la empresa y Héctor, en un lapso de tiempo mayor, no fue más allá de una gerencia intermedia y un tanto indefinida.
                Eso no afectó la amistad que cultivaron desde la niñez y el mismo Bertoni reconocía mayor ambición y capacidad en Simonetti, restringiendo ese juicio al ámbito de sus respectivos desempeños como empleados, porque en todo lo demás (inclinaciones políticas, artísticas, culturales y aún deportivas) sentía que era él quien llevaba la voz cantante.
                Se casaron cuando les llegó la edad de hacerlo, porque esa edad estaba predeterminada también por las costumbres pueblerinas. Sus esposas eran amigas y vecinas y tuvieron cinco hijos (tres Bertoni y dos Simonetti), acerca de quienes descontaban que serían amigos y aguardaban que llegaran a conseguir algún título universitario.
                En última instancia, todos sus proyectos estaban condicionados por un modelo de vida cuya vigencia había perdurado más de medio siglo y, en consecuencia, era aceptado como algo tan natural y benéfico como una lluvia en el campo, con la única diferencia de que esa lluvia podía, eventualmente, cometer ciertos excesos y aquel modelo nunca se había desbordado.
                Disfrutaban de un relativo bienestar económico, el cual llegó a su cenit al finalizar los años sesenta, y eso les permitía soñar que sus hijos terminarían la carrera universitaria que ellos no pudieron concluir. Era un sueño común a todos los sujetos de la clase media lugareña, de la cual ambos eran representantes genuinos.

                *                                             *                                             *

                Al promediar los años setenta, aparecieron algunos problemas dentro de las apacibles relaciones que existen en un lugar donde todos se conocen entre sí, problemas que afectaron sobre todo a Luis.
                La secuela de huelgas que precedió al golpe de Estado de marzo del setenta y seis lo obligó, como Jefe de Personal, a moverse en dos frentes, cuales eran el tratar de contener esos paros y, al mismo tiempo, explicar a sus jefes los motivos por los que nunca lograba hacerlo. Fue en esos momentos cuando aprendió cuan importante era el saber diferenciar los tratos y compromisos personales de las obligaciones laborales, aprendizaje respecto del cual Héctor se mostró renuente y nunca apoyó decididamente la gestión de su compañero.
                No obstante que tales diferentes conductas eran percibidas por los empleadores, ese tema no fue motivo para enfrentamientos serios o discusiones ríspidas entre ellos, porque cada uno sabía como pensaba el otro al respecto y evitaba hacer algún planteo que sirviera de detonante para situaciones enojosas.
                Cuando llegó el golpe militar y se instaló el enésimo gobierno de facto en el país, la postura de ambos fue coincidente, pues nunca habían visto con buenos ojos a los militares. Esta actitud se acentuó e incorporó una buena dosis de miedo cuando comprobaron que se estaba ejerciendo una represión de tal magnitud que, por primera vez en la historia del lugar donde moraban, afectaba la vida de personas conocidas y, a veces, hasta muy cercanas.
                Empero, ese rechazo no trascendió la esfera de las conversaciones privadas. Luis y Héctor se plegaron a la postura de la inmensa mayoría de los argentinos; es decir, se abstuvieron de realizar cualquier actividad política, dados los riesgos que eso implicaba.
                Hubo un tiempo sin ningún tipo de conflictos laborales en la empresa que duró hasta cuando los militares abandonaron el gobierno, después de la derrota en las Islas Malvinas.
                Con el resurgimiento de la democracia, también las actividades sindicales se reiniciaron. Aparte de los consabidos paros y huelgas generales, surgió una moda en las relaciones entre trabajadores y patrones que obligó a las partes a establecer algunos acuerdos que se pensaron permanentes. Era una moda importada desde el Japón y estaba basada en un paradigma que sostenía que “varios cerebros piensan más y mejor que uno solo”. Localmente, se la llamó “gestión de calidad”, “TQC” o “calidad total”.
                Ese modelo se aplicó o, mejor dicho, comenzó a aplicarse en el molino harinero y Héctor creyó que por fin estaba frente a mecanismos que daban participación a los trabajadores en decisiones importantes del proceso productivo. Se sintió como pez en el agua cuando lo encargaron de la tarea de explicar las nuevas modalidades de trabajo al resto del personal y dirigir los “grupos operativos” que se creaban para su implementación. Su hasta entonces desdibujado perfil de ejecutivo medio creció algo en la consideración de sus patrones, al tiempo que él se sentía realizando una tarea destinada a mejorar la situación de todos.
                Fue nada más que un mero sueño que, desplazado del centro de la escena por una nueva moda llamada racionalización, duró alrededor de un lustro.
                Cuando esa nueva práctica entró en escena, resultó muchísimo más seductora para los empresarios que sus experimentos anteriores, entre otras cosas, porque apuntaba a mejorar sus ganancias de manera directa.
                Muy pronto se sumaron a una corriente que cubría el país, que afirmaba había llegado el momento de volver competitiva la industria, aún cuando eso significara despedir mucho personal. Las “novedosas” decisiones que era necesario tomar ya no atendían a aspectos cualitativos del trabajo, al tiempo que desechaban la participación directa de los empleados en algunas decisiones, como había sucedido con la “gestión de calidad” que tratara de administrar Héctor. Ahora se imponían los criterios estrictamente cuantitativos y de cuño financiero en las conductas de los empresarios. Ya no necesitaban de la participación del personal sino que más bien querían olvidarla por completo.
                Bertoni intuyó qué era lo que sucedería con su forzado “reposicionamiento” y también con su empleo, así como con el de muchos amigos y conocidos. Sospechaba con bastante fundamento que su gerencia era prescindible, tanto en el nuevo organigrama del molino, harinero cuanto y sobre todo en la mente de sus propietarios. Trató de hablar con Simonetti del asunto y ver hasta qué punto éste podría ayudarlo, ya que el puesto que ocupaba su amigo de toda la vida en la empresa se transformaría, más allá de toda duda, en una pieza clave del nuevo esquema. Desde allí, también podría, en última instancia, informarlo acerca de su futuro.
                - Luis - le dijo en la primera oportunidad que se le presentó para interrogarlo - creo que la empresa va a dejar mucha gente en la calle y me gustaría saber cual será mi situación.
                La respuesta de su amigo fue tan ambigua que sintió que podía interpretarla como una certeza no muy alentadora.
                - La verdad es que no lo sé. Todavía no han confeccionado listas de ninguna clase y lo más probable es que a mí me las entreguen a último momento para que yo se las comunique al personal. Es un trabajito que no se lo deseo a nadie.
                - Tu puesto me parece que está seguro - murmuró Héctor, al abandonar el despacho del Jefe de Personal.
                Ese día, llegó a su casa más tarde de lo acostumbrado y su mujer le preguntó si había estado reunido con Luis. Respondió que sí, pero no agregó comentario alguno. Ante la insistencia de ella, dijo no sentirse bien y se acostó sin cenar. Pasó la noche en vela y, a la mañana siguiente, no bien entró en la empresa, pidió hablar con el doctor Crespo, presidente y principal accionista de la misma.
                El empresario lo recibió inmediatamente. Héctor pudo plantearle sus inquietudes pero no consiguió una respuesta diferente de la que le diera el día anterior su compañero:
                - Nada está aún definido en este terreno. Sin dudas, no podemos seguir trabajando de manera competitiva sin una racionalización del personal, pero todavía no hemos decidido quien se queda y quien se va. Tenemos que analizar caso por caso y eso nos llevará todavía algún tiempo.
                Esas palabras no contenían una anhelada confirmación de permanencia en su puesto de trabajo y se fue convencido de que su nombre figuraba en las listas de prescindibles.

                *                             *                             *

                No estaba equivocado. Habían transcurrido solo dos semanas desde el momento de la reunión que mantuviera con su patrón, cuando lo llamaron para comunicarle que, “a partir de finalizado el próximo mes, ya no pertenecerá al plantel estable de la empresa”.
                 El encargado de informarlo de los detalles al respecto fue Luis, quien, mirando el piso, le dijo que no pudo hacer nada para salvarlo del despido.
                - Pero - mintió porque no se había arriesgado a realizar gestión alguna - al menos he conseguido que te paguen la indemnización completa y en una sola vez. Al resto de la gente, solo le darán la mitad de la plata que fijan los convenios y en doce cuotas. Ya arreglaron todo con los delegados sindicales. Los que no acepten esas condiciones tendrán que hacer juicio y Dios sabe cuando irán a cobrar..., si es que logran cobrar algo.
                - ¡Dios mío..! - musitó Bertoni, mientras observaba a su compañero como quien descubre algo que siempre estuvo ante sus ojos y que nunca percibió por ser tan obvio, tan evidente -. Era apenas ésto.
                Simonetti, muy lentamente, levantó la vista para observarlo. Temía encontrar gestos de reproche o hasta alguna acusación en el rostro de Héctor. No los vio y suspiró aliviado, convencido de que su amigo de toda la vida estaba dedicando esa frase al despido que acababa de anunciarle y que asumía la situación con una calma extraña pero, al fin de cuentas, propia de su carácter.
                En ese momento, ni siquiera rozó su mente la sospecha de que Bertoni hablaba de la amistad que alguna vez los hiciera inseparables.

Del libro de cuentos "Vidas tangenciales" de Raúl Pannunzio

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