martes, 9 de agosto de 2011

POR SEGUIR LA RUTINA


                El abogado penalista miró asombrado a su cliente cuando lo oyó decir, respecto de la condena por secuestro y homicidio que acababa de recibir, “ésto me pasa por seguir la rutina”. Trató de demostrarle que su defensa había sido impecable y que esa condena a 11 años de prisión era lo mejor que, dadas las circunstancias, se pudo conseguir “ya que las pruebas en contra suyo presentadas por el fiscal resultaron abrumadoras”.
                Su cliente no lo escuchaba y repetía, como sonsonete, aquello de “seguir la rutina”.

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                Julio Ignacio Alberto Luis Sánchez nació en una ciudad del norte de la provincia de San Juan y recibió semejante cantidad de nombres bautismales porque sus padres quisieron dejar conformes a los abuelos Julia, Luisa, Ignacio y Alberto que aún vivían.
                Tuvo una infancia pobre, dentro de aquello que hace una cantidad de años hoy indefinible se entendía por pobreza y que en muy poco se parece a la miseria actual, pues casi todo el mundo tenía por lo menos para comer.
                Sin perspectivas de estudios que fueran mucho más allá de la primaria, cuando llegó a la adolescencia se inscribió en la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral, donde egresó como cabo a los 18 años y fue asignado a un regimiento en San Martín de los Andes, sobre la cordillera homónima y casi en el límite con Chile. Entre mojones fronterizos que había que revisar y cambiar de lugar casi a diario, adquirió un sentido profundo al tiempo que bastante particular de lo que significaba defender la patria y eso lo marcó para toda la vida.
                Prosiguió su carrera en varios regimientos del interior del país hasta cuando, promediando los años setenta, le consiguieron un ansiado traslado al Regimiento I, ubicado en la Capital Federal. En esos momentos, ya estaba casado y tenía dos hijos y una hija.
                El golpe de Estado de marzo de 1976 lo encontró con el grado de sargento y le sirvió como trampolín para conseguir ascensos relativamente rápidos. Se integró a una de las tantas “formaciones especiales” creadas para combatir la subversión armada y, en poco tiempo, era suboficial principal y cobraba el sueldo destinado al personal con tal grado, más allá del hecho de que su nombre no fuera publicado en los correspondientes boletines.
                Se destacó en esas tareas, estuvo a cargo de “prisioneros de guerra” que pronto se transformaron en desaparecidos; presenció y condujo los interrogatorios, con torturas incluidas, a los cuales se sometía a los sospechosos de actuar dentro de la subversión, de favorecer el accionar de la misma con apoyos teóricos o bien de no combatirla.
                También le tocó en suerte el tener que participar en importantes requisas realizadas en casas de subversivos y sospechosos, las cuales le significaron ingresos adicionales más que interesantes.
                Cuando, después de la aventura del Atlántico Sur, los militares abandonaron de prisa el gobierno, sin por eso dejar de creer que conservaban parte sustancial del poder, Sánchez ya era suboficial mayor, la cúspide en la escala de ascensos a la que podía aspirar un sujeto de sus cualidades.
                Había reunido, además de secretos honores, una suma de dinero muy importante para sus expectativas, tenía un automóvil, una camioneta F-100 de modelo reciente y un Rolex, cuyo propietario ya no estaba en condiciones de pedir restitución. Para acreditar la propiedad de semejante cantidad de bienes, había conseguido nueva “documentación legal”.
                Leyes como las de “Obediencia Debida” y de “Punto Final” lo sacaron de foco y opacaron por completo su figura ante las esferas judiciales. No fue sometido a proceso penal alguno ni perdió su grado militar. Tampoco fue revisada aquella documentación que lo acreditaba como propietario de objetos que, con su sueldo, difícilmente hubiera podido adquirir.
                Por cierto tiempo, se quedó dentro de las Fuerzas Armadas pero las abandonó cuando dejaron de ser una fuente de ingresos suficiente para sus aspiraciones. Antes de hacerlo, mantuvo reuniones con varios de sus colegas, tratando de ver cómo podían organizarse para defender la posición conseguida en batallas que estimaba importantes y heroicas pero que no convenía recordar en público, dada “la terrible ingratitud de la mayoría de los argentinos hacia aquellos que los salvaron de la tiranía comunista”.
Fue en una de esas reuniones cuando uno de sus antiguos camaradas, un oficial con grado de mayor llamado Enrique José Uribe, habló de pedir masivamente el retiro y propuso realizar inversiones en común para poder subsistir decorosamente, ya que los sueldos de los militares estaban sufriendo, por primera vez en la historia del país, el mismo deterioro que los salarios del resto de la población.
                La mayoría de los allí presentes rechazó la propuesta, razón por la cual el mayor decidió llamar personalmente a aquellos con quienes había tenido más contactos en el pasado y Sánchez estaba entre ellos.
                Después de muchas idas y vueltas, se formó un grupo de alrededor de veinte individuos, todos ellos personajes que alguna vez estuvieron juramentados entre sí y que ahora tornaban a estarlo aún cuando fuera con otros fines aparentes o reales.
                Decidieron crear una agencia de vigilancia, seguridad y servicios de custodia para ejecutivos, con inversiones más o menos iguales en materia de dinero, “elementos”, vehículos y tiempo de trabajo. Asimismo, establecieron una suerte de organigrama empresarial que contemplaba rotaciones en cargos y tareas y que era muy similar a aquel que alguna vez aplicaran en la lucha contra la guerrilla.
                Tuvieron más dificultades para elegir el nombre de la agencia que para distribuir tareas y cargos, porque esa elección era una novedad en sus cerebros y debía hacerse cuidando no mentar cuestiones del pasado, mientras que aquella rotación era una especie de reflejo condicionado que habían adquirido hacia tiempo. Tras arduos debates, se optó por llamarla “La Nueva Alborada S.A.”, nombre no muy original pero de alguna forma simbólico para sus fundadores.
                Julio puso cien mil dólares y su camioneta, amén de varias armas. Recibió una cantidad proporcional de acciones y un cargo intermedio en la jerarquía de la empresa de servicios.
                Los primeros clientes, producto de “contactos” de los tiempos cuando los militares estaban en el poder, “personas que recordaban cuanto debían a las Fuerzas Armadas de la Patria”, fueron algunos altos ejecutivos de firmas del sector financiero, de empresas recientemente privatizadas y miembros de nuevas organizaciones creadas en torno de tales privatizaciones.
                La competencia en ese sector del mercado estaba representada por otras agencias que tenían, en la mayoría de los casos, un origen similar al de la creada por Sánchez y sus amigos, motivo por el cual, por lo menos durante los dos primeros años de trabajo, pudieron acordar con ellas condiciones y tarifas, sin que se produjeran pujas importantes por ciertos contratos.
                Pasados otros dos años, “se acabó el trato cortés” como decía la vieja fábula infantil del encuentro entre un enano y un gigante y la agencia comenzó a tener problemas de rentabilidad, sobre todo porque casi todos sus integrantes seguían sacando dinero de la misma, tal como se habían acostumbrado a hacerlo en los “buenos tiempos del Proceso de Reorganización Nacional”.
                Llegó un momento cuando se estuvo al borde de la quiebra y Uribe, apoyado por Julio, planteó a un número muy cuidadosamente seleccionado de sus asociados que “era necesario volver a las prácticas de aquellos viejos y buenos tiempos”. El planteo fue aceptado sin demasiado debate porque los cálculos del mayor indicaban que, en alrededor de un semestre, se recuperarían los viejos niveles de rentabilidad y sobre todo de ingresos personales. Solo había que secuestrar dos o tres empresarios medianos, cobrar su rescate y “desaparecerlos”.
                Uribe, Sánchez y ese conjunto reducido de socios hicieron un nuevo juramento y decidieron que, para actuar más libremente, era necesario comprar las partes de los restantes accionistas, lo cual consiguieron sin mucho esfuerzo, no tanto porque éstos sospecharan la existencia de “manejos raros”, sino más bien porque los creían imposibles en las nuevas condiciones que presentaba el país.
                Después de formalizada la compra de las acciones y con entusiasmo renovado, se volcaron a la reestructuración la empresa y a la puesta en práctica de lo programado en secreto.
                Con lo obtenido en pago de un solo rescate pudieron pagar a los ex socios, ya que la agencia estaba entonces bastante desvaluada. No devolvieron a la persona secuestrada, por razones tan obvias como las del pasado. Con dos nuevos pagos por sendos secuestros, ya todo andaba bien económicamente.
                Sin embargo, el afán por crecer que, como todo el mundo sabe o debe saber, es intrínseco al espíritu capitalista les jugó una mala pasada ya que cometieron el error de secuestrar al hijo de un poderoso empresario, supuestamente ligado, no solo a residuos mayores que ellos del antiguo poder militar en el mundo de los negocios, sino también a sectores de la mafia italiana.
                Estaban discutiendo la cantidad de dinero que pedirían para liberarlo con vida (algo que no pensaban hacer), cuando les llegó un discreto aviso de un colega de la Federal, donde se los anoticiaba del lío en el cual se habían metido.
                Comprendieron que ese aviso era, más bien, una condena. Quisieron liberar al secuestrado sin más trámite que disculparse diciendo que se trataba de un “lamentable error”, lo cual no distaba mucho de ser verdad, pero, en el mismo momento cuando se disponían a soltarlo, los pescó la policía.

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                Las averiguaciones del juez de instrucción terminaron por demostrar que los delitos de Julio y sus amigos no se reducían al hecho que los llevó a la cárcel sino que incluían varios otros secuestros y posiblemente hasta algunos homicidios.
                Cuando lo interrogaron en la sede judicial, Julio trató de explicar que lo que hicieron era algo rutinario en los tiempos cuando él y sus socios integraban las Fuerzas Armadas de la Patria que “salvaron a la Nación del terror, la disolución y el desorden”.
                Igual razonamiento (seguir la rutina) usó cuando proporcionó elementos que él creía debían servir para justificar su conducta ante el abogado defensor que le consiguieron de apuro y se enojó mucho cuando éste le dijo que ese argumento era por completo absurdo desde el punto de vista legal y que, si llegaba a ser utilizado en el juicio, su situación empeoraría.
                Él veía como muchos de sus viejos camaradas prosperaban sin haber cambiado en nada sus conductas, pero ese modo de entender la cuestión conllevaba otro error de concepto, porque Julio no tomaba en consideración un hecho esencial, cual era el tamaño de los negocios.

Del libro de cuentos "Vidas tangenciales" de Raúl Pannunzio

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