martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XXVI) - Novela


Cap. XXVI. Fines de octubre de l977.

          En los últimos días, recibí dos cartas no acostumbradas. Una de ellas contenía una invitación, con arancel y pasajes incluidos, para dar una conferencia en una organización universitaria de París; la otra venía de Buenos Aires y la remitía el Licenciado Juan Russo, un ex condiscípulo, ahora graduado en Filosofía, quien todavía estaba viviendo en la Capital de la Argentina. Juan me pide que, si viajo a Francia, trate de ver al doctor V. Deferre, a cargo de una delegación diplomática en un importante organismo internacional, para solicitar su mediación ante los militares gobernantes en favor de Carlos Rabezzi, un abogado miembro de un centro dedicado a la defensa de presos políticos, quien fue detenido por un comando de la Marina y cuyo destino no se conocía. Me urgía, asimismo, que tratara de plantear ese problema ante algún organismo internacional de defensa de los derechos humanos. El único dato concreto que contenía esa carta hacía referencia a que el abogado fue sacado de su casa por un grupo encabezado por un oficial de la Armada y también mencionaba que Deferre había sido designado en su actual cargo por sus buenos contactos con dicha arma, razón por la cual podría averiguar o gestionar alguna medida en favor del detenido desaparecido.
          "Comprendo que mi solicitud puede ser algo muy difícil de cumplir - decía en una parte de su carta - pero se trata de la vida de un amigo y aquí ya hemos agotado aquí todos los recursos para tratar de salvarlo".
          El pedido era, además de apremiante, extemporáneo. Mis relaciones con el ex profesor de la Facultad Filosofía de Buenos Aires, ahora designado funcionario internacional, fueron, no solo esporádicas cuando los dos vivíamos en la Argentina, sino que también eran prácticamente inexistentes en el presente, cuando ambos residimos en Europa. A todo eso, se sumaban cuestiones como mi emigración y el nombramiento de Deferre por parte de los mismos militares a quienes yo adjudicaba el haber forzado mi exilio. Deduje que Juan debía estar muy desesperado para pedir algo semejante, pero, como también llegué alguna vez a tratar a Rabezzi, a quien juzgaba un excelente profesional y una mejor persona, decidí "hacer de tripas corazón" y aprovechar mi viaje a Francia para cumplir con esa solicitud. Mandé carta a Russo diciendo que "haría hasta lo imposible" por su amigo, pedí a un miembro del personal académico-administrativo de la Facultad barcelonesa donde yo estaba trabajando que tratara de concertarme una entrevista con el funcionario argentino, dentro de los días cuando yo permanecería en París y me puse a imaginar cuál era el mejor camino que tenía para plantear el problema a Deferre.
          La respuesta del diplomático fue inmediata y favorable. Fijó, como fecha para nuestra entrevista, el mediodía siguiente a la primera de mis conferencias y, como lugar, sus oficinas, las cuales estaban ubicadas en un palacete cercano a Étoile. También me invitaba a almorzar.
          Cuando arribé a París, un jueves por la mañana, el día era extrañamente luminoso, para lo que son los días en Europa. Por la noche, dicté mi conferencia sobre "Política y Tolerancia", en la cual no hacía otra cosa que exponer, en términos filosóficos un tanto alambicados, mis deseos de que las cosas mejoraran en la Argentina. Uno de los oyentes se refirió a esa circunstancia y yo, después de aceptar esa referencia como una objeción, me extendí sobre una serie de consideraciones más universales. Mi exposición, empero, fue bien recibida por los presentes, la mayoría de los cuales comprometió su asistencia a una segunda conferencia que realizaría dos días más tarde. Me acosté bastante pasada la medianoche y me levanté cerca de las diez de la mañana, pensando qué podría decir al profesor Deferre para lograr que intercediera por Rabezzi.
          No desayuné y, alrededor de las once y treinta, pedí a un conserje del hotel donde estaba parando que me consiguiera un taxi y me indicara cual era el camino más corto hasta las oficinas de la delegación argentina, para evitar que me pasearan por toda la ciudad. Llegué a la cita con el funcionario cinco minutos antes de la hora pactada, pero éste me estaba aguardando, junto con el resto de su familia. Me hizo pasar a un comedor, cuyo mobiliario del siglo XVII, realizado en caoba, no pudo sino maravillarme. Sirvieron platos argentinos, para "atenuar algunas nostalgias". Durante la sobremesa, hablamos de nuestras respectivas carreras académicas y Deferre me felicitó por mi ascenso en la consideración de "ciertos círculos académicos", agregando que esperaba que llevara mis conocimientos a la Argentina, "pues serán muy necesarios cuando el país entre en una etapa definitiva de reorganización institucional, como es el deseo de todos". Creí llegado el momento para plantear mi solicitud de intercesión en favor del abogado y lo hice. Deferre hizo una discreta seña a su mujer para que se retirara y se dispuso a escucharme atentamente. Tomo nota del nombre del abogado desaparecido, preguntó acerca de las circunstancias en las cuales fue detenido y, después de prometer que haría todo cuanto le fuera posible "para aclarar ese caso", comenzó con un interrogatorio similar al que le oyera cuando recurrí a él tratando de conseguir apoyo para ubicar a Diego.
          - Creo recordar al doctor Rabezzi – dijo, mientras tocaba su barbilla - ¿Este señor no era un abogado marxista, miembro de una organización defensora de presos políticos?
          Contesté que no lo sabía, pero que el letrado siempre había sido un hombre por completo proclive a las soluciones pacíficas de los problemas argentinos, razón por la cual no juzgaba muy atinada su detención.
          - ¿Cómo sabe que lo detuvieron las Fuerzas Armadas? - preguntó.
          - Porque hay testigos - respondí ya un tanto inquieto.
          - ¿Conoce usted los nombres de esos testigos? Es necesario que yo también los conozca para fundamentar una solicitud - insistió él.
          - No. No sé los nombres de esas personas. Hace muchos meses que falto de la Argentina. Solo tengo referencias y pedidos por correspondencia - dije ya muy alarmado.
          - Vea mi joven colega, tenemos que ser claros. Sobre esta clase de hechos, siempre existen muchas versiones, la mayoría de las cuales suele ser, si no antojadiza, por lo menos exagerada. Como usted sabe, yo soy un funcionario del gobierno argentino y no puedo estar haciendo pedidos sobre bases tan endebles como las que usted me ofrece. Supongo que usted tiene por lo menos aquí la carta donde se hace referencia a la detención de este señor... ¿Cómo se llama?... Si, Rabezzi... Necesitaría analizar su contenido para ver cómo debo actuar. Insisto que mi cargo me obliga a ser muy precavido... Usted está viviendo en España y debe saber bien cómo se manejan estas informaciones para desacreditar a la Argentina. Sin embargo, si puede demostrarme con hechos que el caso lo amerita, no dude que intercederé por ese señor... Rabezzi, si Rabezzi...
          Tuve la impresión de haberme metido en una trampa y busqué autodisculparme pensando que, si lo hice, fue para salvar a una persona. De todos modos, no podía desechar una sensación íntima de ridículo y miedo. Quise mirar directamente a los ojos de mi anfitrión pero no pude porque en ese momento estaban enfocados en un punto fijo de una pared completamente despojada de adornos, ubicada a mi derecha. Mi pausa de silencio provocó el suyo y la reunión adquirió un clima gélido.
          - No creí oportuno andar cargando una carta semejante. Tampoco lo juzgué necesario - contesté después de un pesado silencio.
          - Tiene usted razón. Es un material que puede volverse peligroso, pero le pido que comprenda mi situación... Coincidirá conmigo en que alguien que se encuentra en mi posición está obligado a documentar las presentaciones que haga ante su gobierno, - señaló y dio por finalizada esa parte de nuestra conversación.
          Trató de retomar el tema de mi carrera académica, pero algo se había roto en nuestro diálogo y ya no era posible arreglarlo con nuevas palabras. Dejé las oficinas de Deferre dos horas y media después de haber entrado, con las manos vacías y con mucha desazón en mi pecho.
          - ¡Dios mío! - comenté para mí mismo - ¿Es posible que un hombre con formación humanística pida garantías antes de tratar de salvar la vida de otro hombre?
          La respuesta que obtuve de mi racionalidad fue peor que mi propia pregunta.
            Por la noche de ese mismo día, dicté la segunda de mis conferencias, con tan buenos resultados que se me ofreció realizar un ciclo en un futuro inmediato. Hicieron una suerte de pre-contrato que me comprometía a ello y que yo firmé sin mucha convicción. Podía haberme quedado dos o tres días más en Paris pero, a la mañana siguiente, viajé hacia Barcelona.

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