martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. XIII) - Novela


Cap. XIII. Principios de marzo de 1976.

          Nuestro verano ha transcurrido, al margen de algunas y acostumbradas disonancias afectivas, dentro de una relativa paz. Margarita no consiguió aún comprar una casa que se adecuara a sus deseos y pasaba cada vez mayor parte de su tiempo en la mía. Las cosas parecían ir encaminándose para satisfacer mis ya bastante menguadas expectativas de formar con ella una pareja estable. No sucedía lo mismo con el país, donde el desorden era cada vez mayor y donde el número de golpizas, asesinatos, secuestros y desapariciones de personas se había transformado en algo cotidiano.
          Por motivos de trabajo, había estado los dos últimos meses entrevistando empresarios (yo estaba empleado, desde hacía tres años, en una consultora dedicada, entre otras cosas, a la medición de las variaciones en la opinión pública) para saber cómo percibían ellos sería el futuro del país, no solo durante la última parte de gestión del gobierno peronista, sino también después de las elecciones generales que deberían realizarse en la segunda mitad de 1976. Nuestra tarea estaba destinada a cumplir con un contrato que habíamos firmado en octubre de 1975 con un importante grupo político opositor. En una de esas entrevistas, cuando ya estaba cubierto el cuestionario técnico, quedé conversando con Jorge Piedras, un industrial a quien conocí durante la preparación de una investigación de mercado en materia de productos automotrices que nuestra consultora realizara para su empresa un año atrás.
          - Ese cuestionario - dijo, refiriéndose al texto de la encuesta que acababa de hacerle - está completamente desactualizado y los datos que obtengan no servirán para nada en poco tiempo. No creo que haya elecciones durante 1976. Aquí hace rato que se está cocinando algo gordo.
          Di por cierto que estaba hablando de un inminente golpe de Estado, porque ese tema figuraba en todos los pronósticos políticos, tanto porque era un ingrediente más que constante en la historia argentina, cuanto porque el desorden en el manejo del gobierno contenía una dosis de ineptitud tal que nadie lo descontaba, amén de que una parte importante de la sociedad ya lo deseaba. Después de explicarle que las planillas que lo componían habían sido aprobadas, en noviembre de 1975, por nuestros contratantes, miembros de un importante partido político opositor, pregunté qué entendía por "algo muy gordo" y, contra lo que esperaba, fue muy preciso en su respuesta.
          - No habrá ninguna clase de elecciones, téngalo usted por seguro. En diciembre del año pasado, el futuro Ministro de Economía del Gobierno militar que ya se viene mantuvo una reunión con miembros del Consejo Directivo de la Unión Industrial Argentina, entre quienes me cuento, para exponer acerca de cómo se procederá para ordenar y recomponer la actividad económica y esbozó lo que él definió como "un programa básico de coyuntura".
          El empresario, luego de negarse a dar el nombre del futuro funcionario y aclararme que nuestra consultora podía utilizar el resto de la información que me daría, siempre que no revelara la fuente, se explayó acerca de los detalles de dicho programa. Señaló, no sin entusiasmo, que "se procederá a abrir la economía del país, tanto para acceder a tecnologías actualizadas y, con ellas, desarrollar el parque industrial, cuanto para conseguir apoyo financiero internacional imprescindible para la reconversión productiva".
          - Este programa - continuó - tiene, según la persona que nos informara, un solo punto flaco y es que podría generar mucha desocupación. En una situación política demasiado inestable, con una subversión armada actuando en todo el país, eso es algo que puede resultar muy peligroso. Por esta razón, nos han pedido que no despidamos gente, a cambio de lo cual, se nos permitirá manejar los salarios del personal como lo consideremos más necesario o conveniente para el desarrollo de nuestras empresas.
          Terminado su discurso-diagnóstico, pidió mi opinión al respecto y respondí que todos los planes parecen perfectos en el papel o en los anuncios y discursos, pero que la realidad nunca es tan sencilla.
          - Recordará usted - dije - el programa de Krieger Vasena, cuando el gobierno del Teniente General Juan Carlos Onganía, por citar un solo ejemplo, que parecía destinado a solucionar todos los problemas anteriores y solo los agravó.
          Quiso saber cuáles eran los inconvenientes que, "tan a priori y también en el papel", yo percibía. Mencioné el hecho que las empresas argentinas, sobre todo las industriales, vivían del mercado interno y que la caída de los salarios destruiría ese mercado y agregué que existían factores, tales como los obreros y sus sindicatos, a los cuales resultaría difícil de convencer acerca de las bondades de un programa semejante.
          Rió de buena gana. Dijo que los "dirigentes sindicales de mayor peso estarán de acuerdo o se quedarán sin nada" y agregó que, "cada vez que se los puso en una situación de fuerza, terminaron negociando, y lo harán también en esta oportunidad, cuando la única opción opositora que les queda es de izquierda". Sostuvo, como argumento central de sus pronósticos, que "la situación de desorden administrativo y político en la cual está sumido el país requiere de soluciones de fondo". Respecto de la caída de ventas en el mercado local y el grado como eso afectaría a las empresas, contestó con una frase acuñada: "La economía argentina es básicamente sana. Solo falta ordenarla para volverla competitiva en el mercado mundial Aquello que no vendamos internamente, podremos exportarlo. Además, en esta oportunidad, el programa cuenta con el aval de prácticamente todo el empresariado".
          Dejé a Piedras con sus sueños de orden y crecimiento y me fui de su casa pensando que el golpe de Estado, no solo era inevitable, sino que también sería esta vez muy diferente de todos los  otros golpes militares de la historia argentina. Por la noche de ese mismo día, me reuní con Margarita, Carlos y Diego, a quienes comenté la conversación con Jorge Piedras, con su pronóstico de golpe militar incluido. Carlos lo admitió como un nuevo e inevitable desastre. Margarita no emitió juicio alguno y Diego, si bien aceptó que nada podría impedir que los militares desalojaran a "Isabelita" de la Casa Rosada, estimó, más como una expresión de deseos que como un pronóstico, que "también se crearán con eso las condiciones necesarias para las acciones revolucionarias en serio porque la sociedad ha comenzado a madurar en tal sentido".
          Le pregunté si, cuando hablaba de acciones revolucionarias en serio, estaba pensando en aquello de "tanto peor, tanto mejor" y respondió:
          - Van a crear una dualidad en el poder, pues no podrán llevar adelante un programa económico como el que mencionaste sin marginar una importante cantidad de personas. Así, sin el pueblo, no podrán gobernar. Ya son muchos los ejemplos en nuestra historia acerca de cómo les fue a los milicos cada vez que quisieron imponer modelos de vida en sociedad despegados de las necesidades de la población.
          - Diego, - contesté bastante molesto - los militares cuentan, para este Golpe de Estado, prácticamente con la anuencia de toda la dirigencia del país y en esto incluyo, no solamente a los sectores empresarios, sino también a los políticos, a los sindicalistas, amén de una parte grande de la sociedad no corporativizada. Existe miedo al desorden y ese miedo es algo básico que anula cualquiera otra consideración acerca de los fundamentos de la convivencia entre personas; es el mejor caldo de cultivo para toda clase de aventuras golpistas.
          - El pueblo no lo permitirá - insistió con otra frase hecha.
          - Veremos - dije.
          - Si, claro que lo veremos - respondió molesto.
          Lo que sucedería en el futuro inmediato me tendría solo a mí como espectador y apenas parcialmente. A Diego no, porque lo “desaparecieron” unas pocas semanas después. Los hechos sobrepasarían, en mucho, mis peores expectativas.

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