martes, 9 de agosto de 2011

El exilio interior (Cap. VII) - Novela


Cap. VII. Comienzos de agosto de 1975

          Hacia fines del mes pasado, murió una tía abuela de Margarita. Yo no conocía su existencia pues ella, siguiendo su costumbre de no hablar de su entorno familiar, nunca la había mencionado. Supe después que era soltera y que, además, no tenía herederos directos o forzosos, razón por la cual había hecho testamento en favor de mi pareja, así como de su hermana. La división que la solterona hizo de sus bastante cuantiosos bienes favoreció en mucho a Margarita, porque ella siempre había sido una debilidad para la vieja señora. Esto me llevó a pensar que las quejas referidas a preferencias familiares que alguna vez escuchara de boca de Beatriz estaban, por lo menos en esta oportunidad, bastante justificadas. En posesión de una pequeña fortuna, mi casi pareja decidió independizarse de sus padres. Postergó indefinidamente mi propuesta de convivir del modo cómo ella quisiera y se dedicó estudiar alternativas para la compra de una vieja casa en el barrio de San Telmo.
          "No me siento preparada para una relación de pareja completa, tal como yo sé que piensas que esa relación debe ser", fue el centro de su argumentación, a lo cual agregó:
          - Cuando compre mi casa, deberíamos hablar todo esto de nuevo, porque no es obligatorio que sea yo quien tenga que cambiar el lugar donde vivir. Bien podrías considerar la posibilidad de mudarte a mi nuevo domicilio.
          No le faltaba razón, pero mis prejuicios ante una situación inesperada que comparativamente me había transformado en casi un menesteroso, obraban contra esa propuesta. Yo vivía de un sueldo no muy considerable pero más que suficiente para mis necesidades y este ingreso se había transformado en algo casi ridículo frente a cuanto poseía ahora ella. Las dificultades con las que chocó Margarita para hallar una casa de su agrado fueron lo suficientemente grandes como para retrasar una inmediata mudanza. Mientras seguía la búsqueda, retuvo su dormitorio de la casa paterna pero trasladó algunos libros y ropas a mi departamento. Empezamos, de esa forma, una nueva y ambigua convivencia. Ella entraba y salía de mi vida siguiendo el ritmo de sus estados de ánimo y yo, bastante desorientado, ante el miedo de perderla, lo toleraba todo con solo algunas quejas poco apremiantes y sin hacer muchas preguntas. Su comportamiento seguía siempre un mismo patrón: Retornaba después de días de ausencia como si nada pasara y, en cada oportunidad cuando esto sucedía, se comportaba extremando su ternura a punto tal que yo olvidaba, al menos en ese momento, sus ausencias.
          Beatriz, en cierta ocasión cuando hablamos de este tema, me dijo que en su casa tampoco explicaba nada pero que, a diferencia de lo que hacía conmigo, allí se encerraba en su cuarto para, solo muy circunstancialmente, bajar a desayunar, almorzar, merendar o cenar y nunca más de una de esas rutinas al día y no todos los días. Agregó que trataba de estar sola, evitando encontrarse con ella o con sus padres. Saqué como conclusión que Margarita había vuelto a las andadas, a sus experimentos con las barreras de la sensibilidad y se lo dije.
          Su respuesta fue evasiva. Al principio, negó todo de una manera tajante y me calificó de obsesivo. Después, dijo que sus ausencias y encierros tenían como causa el estudio y, cuando le observé que eso era algo que podíamos hacer juntos, contestó que quería recuperar las ventajas que yo llevaba en los temas del seminario del doctor Wissenglaube. Traté de averiguar cuanto tiempo estimaba necesario para anular su supuesta desventaja de conocimientos en materia teológica y solamente obtuve otra evasiva:
          - No se trata solamente de diferencias de conocimientos, sino también de enfoque, sobre todo respecto de la importancia que tienen ciertos agentes en la trama de lo que venimos analizando.
          Insistí en que podríamos hacerlo juntos pero volvió sobre algo que parecía una cuestión fuera de discusión, cual era su postura de mantener como absolutamente privados ciertos aspectos de su persona. Nuestra conversación sobre la relación que manteníamos terminaba, inevitablemente, con una mutua pregunta acerca de un mutuo amor.
          - ¿Me querés? - decía ella.
          - No sabes cuanto - respondía invariablemente yo.
          - Entonces; ¿por qué no respetas mi intimidad?
          - Porque yo no me reservo nada y pido reciprocidad, porque además creo que amarnos es algo así como crecer el uno en el otro sin dejar de ser cada uno lo que es. Ese crecimiento no se produce en regiones vedadas o negadas de la persona.
          - No se trata de zonas vedadas. No te oculto nada importante. No se qué es lo que esperas o quieres de mí. A nadie he amado tanto, con nadie me he abierto tanto.
          Cada vez que yo trataba de avanzar sobre temas que, a mi criterio, hacían a nuestras posibilidades de convivencia, chocaba contra ese muro. Seguimos, no obstante, por mucho tiempo con ese modo tan ambiguo de tratarnos.

                                              *                       *                  *

          El seminario dictado por Wissenglaube siguió adelante dentro de lo que estrictamente figuraba en el programa. En cada una de sus clases magistrales, el teólogo se ciñó a los temas preanunciados y mi participación se redujo a unas muy pocas preguntas, algunas de ellas intencionadas y otras no tanto pues, cada vez que intentaba profundizar ciertos aspectos del programa que estimaba fundamentales, la mayoría de mis condiscípulos, casi a coro, rechazaba mis observaciones.
           Margarita optó por mantenerse dentro de la temática formal y solo mostró un especial interés por Satanás y los medios a los cuales este recurre para promover la perdición de las almas. Se sintió bastante decepcionada cuando comprobó que, en las Escrituras, las referencias a dicho personaje eran escasas y que no existía ninguna descripción detallada acerca de cómo se produjo y desarrolló su enfrentamiento con el Creador, sino solo alguna referencia indirecta en el Génesis, en el libro de Job, en Zacarías o en el intento de tentar a Cristo que figura en el Nuevo Testamento. Se interesó sobremanera en Job y en lo que entendió como un mutuo desafío entre Dios y el Diablo respecto de la posible conducta asumiría el patriarca hebreo, en el caso de ser sometido a presiones insoportables para la inmensa mayoría de los hombres. El monólogo donde aquel patriarca maldijo el día de su nacimiento fue comentado por ella en voz alta, frente a la extrañeza de todos los integrantes del seminario y la sonrisa mefistofélica, del Doctor en Teología. Margarita se detuvo especialmente en aquellas palabras de Job "mi alma se niega a estar quieta; está turbada por la enfermedad de su carne" y preguntó a Wissenglaube si no era posible que la paz o el equilibrio entre cuerpo y alma fueran el resultado de una satisfacción absoluta del primero, más allá del riesgo de un aturdimiento o "dentro del mismo aturdimiento, cuando éste alcanzara el último extremo".
          - Pero Job - respondió sin abandonar su sonrisa el teólogo - solo está pidiendo la muerte, no una satisfacción material o, si usted lo prefiere, carnal, sensorial. Es posible que quisiera morir en estado de gracia y burlar así la prueba a la cual lo estaba sometiendo Satanás. Job, si hemos de atenernos, no solo a los Textos Sagrados, sino también a la interpretación más aceptada de la parte de los mismos que a él competen, nunca renegó de su fe, ni siquiera cuando padecía los peores sufrimientos físicos o espirituales.
          Ella no pareció satisfecha con la respuesta e insistió:
          - Muriendo, no solo escapaba de las pruebas de Satanás, sino también del mismo designio divino. ¿Se puede definir eso como un estado de gracia?
          - Job - dijo el teólogo repentinamente serio - pide la muerte, pero no la busca por medio alguno. La pide como un favor o un don de Dios. Tampoco trata de aturdirse para escapar a las penas que padece, sino que las enfrenta con resignación.
          - Cuando se llega a una sensación absoluta, resulta, por lo menos a mí me parece, imposible diferenciar el sufrimiento del placer, la muerte de la vida, el ser de la existencia... Se llega a ser uno con el Universo - sostuvo Margarita.
          Wissenglaube me miró como si aguardara mi reacción y, al no verla, dijo:
          - Y ¿cuándo o cómo cree usted que se llega a una sensación absoluta? A nosotros nos parece imposible algo semejante para un ser humano y, suponiendo que pudiera lograr dicha sensación, ese ser ya no sería consciente de ello, porque el único absoluto al que accede el hombre es la muerte. La identidad de una persona no aparece ni puede aparecer en esos confusos límites de los sentidos. Cuando analizamos la caída, aún cuando opere en ella la tentación, nos detenemos en la decisión consciente del sujeto que cae o se pierde y no debemos confundir lo metafórico con lo real. Una decisión consciente no es posible en la situación que usted nos propone... Hasta para condenarse, el sujeto debe saber qué es lo que está haciendo.
          - Edipo no sabía que mataría a su padre ni que Yocasta, a quien le dieron por esposa, era su madre. - trató de argumentar ella.
          - El Edipo, con quien iniciamos aquí nuestras exposiciones, puede estar ignorante de la identidad de su madre, pero su ignorancia no era ni podía ser completa. Existía un oráculo que había anunciado su destino y, entre los griegos, un oráculo tenía valor de ley y esa ley se puso en acto por la acción del mismo personaje. La tragedia consiste en que las acciones individuales cobran un sentido distinto del que le atribuía el sujeto al realizarlas. Cuando se suman al mundo de los hechos y son analizadas por otros sujetos, ya no son lo que eran en su origen ni en las intenciones del actor.
          Mientras discutían, yo observaba como la cara de Margarita pasaba de un gesto de ansiedad a otro de decepción o, peor aún, de desesperación. La voz del teólogo seguía sonando como un eco.
          "...El mítico (usó esa palabra) Adán también estaba informado de las consecuencias de la desobediencia a leyes trascendentes y obró de manera culpable. El aturdimiento ante lo absoluto ciega a tal extremo que la decisión, como tal, no puede existir y, si no existe la libre decisión, tampoco existe la culpa. Dicho de otro modo, el hombre puede identificar al Mal y si, a su vez, se identifica con él, la caída es una consecuencia inevitable. Aturdirse confrontando absolutos solo anonada los sentidos y, además, anula por completo la identidad del sujeto y éste no realiza, porque no puede, una elección libre y consciente. Nunca podrá hacerlo. Nunca estará en condiciones de hacerlo".
          Margarita enmudeció por completo y él, quizás para suavizar la situación, preguntó:
          - ¿Conoce usted la Alegoría de la Caverna de Platón?
          Ella movió la cabeza afirmativamente y él continuó señalando:
          - Allí se plantea, en nuestra interpretación  de las cuestiones que hoy analizamos, la imposibilidad que tienen los hombres de enfrentar directamente el absoluto. Una tal confrontación entre un individuo particular y un absoluto, insisto, destruye la identidad del primero, tal como vimos que la respuesta racional de Edipo que, como ya comentamos, destruyó el mundo meramente natural o sensible de la Esfinge. Ese universo solo natural, totalmente sensorial, es algo que no interesa ni a Dios ni al Diablo, por que ambos, en última instancia, quieren saber a quienes habrán de recibir en sus respectivos reinos.
          Alguien del grupo, no recuerdo muy bien quien, preguntó qué sucederá con aquellos seres que no han podido definir quienes son y el teólogo respondió:
          - Todo ser racional está en condiciones de hacerlo... Que lo haga o no es algo que pertenece al ámbito de sus elecciones y decisiones.
          - Pero - insistió el eventual inquisidor - podría darse también la circunstancia de que alguien no lo haga; ¿qué pasará entonces con él?
          - Nada, absolutamente nada; ¿nos entiende usted? - contestó nuestro profesor de modo cortante.
          Se produjo un silencio total y Wissenglaube, después de anunciar los temas de su próxima exposición, dio por finalizada la reunión. Antes de retirarse, me llamó aparte para invitarme a cenar, agregando que podía, solo si yo lo deseaba, traer conmigo a Margarita. Me sorprendió que no preguntara siquiera si ella quería o no venir o si yo no tenía otra cosa que hacer esa noche. Respondí que primero la consultaría, ante lo cual el teólogo rascó su barbilla y esbozó una sonrisa que me resultó socarrona. Hice la consulta y ella se mostró entusiasmada con la idea.

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